Esta nota aborda —de un modo no tratado todavía en la infinidad de opiniones publicadas en los medios sobre el tema— la columna de Claudia Morales titulada Una defensa del silencio, el que se propone aquí es un análisis de algunos aspectos psicológicos de ese escrito.
De entrada, el estilo narrativo de Claudia nos plantea un recurso casi literario para referir una experiencia en que nombra lo traumático, pero lo hace de una forma en que cuida a los lectores de extenderse en la expresión del horror.
Y de esta manera Claudia empieza el tratamiento de un tema difícil de abordar —por la experiencia emocional que a él va aparejada—, pero lo hace con unos recursos que son dignos de ser destacados. En esta nota mencionaremos algunos que resultan sobresalientes. Veamos.
Dicho de una primera forma, Claudia demuestra su determinación y habla para realizar una “defensa del silencio”; un silencio que tiene que romper para defender; una defensa en la que requiere —sin embargo— revelar su dolorosa experiencia; en un relato en el que enfatiza que no denunciará, pero cuyo acto de enunciación ya trae implícita una denuncia —tal como da cuenta de haber escuchado la Fiscalía, que se dio por notificada—; con un énfasis en no identificar al victimario, pero con una descripción que lo hace aún más visible.
Un relato de las circunstancias vividas, que, al explicitar la reserva del nombre del abusador, lo hace más manifiesto como presencia de un fantasma, un fantasma que Claudia da cuenta de querer exorcizar, y que encuentra en la contingencia histórica actual una escena para ser conjurado.
Al revivirse la experiencia, con la campaña #MeToo, la columna de Claudia aparece como una forma de solidarizarse, presentándose como un elemento en una serie, y, sin embargo, su enunciación ha llegado a constituirse en una expresión que no se asimila dentro del conjunto (“YoTambién”), sino que ha logrado transmitir una diferencia (#YoHagoUsoDelSilencio); con ello —paradójicamente— Claudia logra enseñar la “individualidad” en el tratamiento del caso por parte de cada víctima, condición sobre la que considera se debería concientizar al público.
Pero observemos el especial efecto que ha tenido el estilo narrativo de Claudia en la psicología de los lectores y de la audiencia: ha logrado vincularlos por una vía distinta a la identificación emocional (#MeToo); en donde las historias tienden a diluirse en una serie que el tiempo termina por incorporar al silencio; las innumerables historias se anulan unas a otras, y más si se articulan en la transitoriedad de una tendencia en la virtualidad de una red social.
Claudia ha conseguido algo diferente, y esto se ha producido por los recursos con los que presenta su caso, que describe la situación de un modo en que el lector se siente concernido por un misterio, o incluso por un reto lógico; a la manera de un acertijo.
Destaquemos que Claudia ha encontrado el momento oportuno para su especial forma de enunciación, que ha llegado a trascender el problema ético que plantea, en la medida en que delicadamente (elegantemente a nivel emocional, podríamos decir) lo resuelve. Analicemos.
Si lo que el escrito manifiestamente propone es una “defensa del silencio”, el modo de obrar de su autora formula un silencio que no es cerrado, a la manera de un mutismo invariable; vemos que este resulta inadmisible en el tiempo de la indignación (hoy), en el que los espectadores de las imágenes —de los medios masivos de información— son tomados en el lugar de identificación con las víctimas y, a la vez, se les convoca imaginariamente como jueces, y estos responden clamando por una justicia cierta, y además, en no pocas ocasiones, implacable y ciega; sin contemplaciones.
Lo que Claudia expone, en cambio, con su ejemplo, es un silencio versátil, susceptible de tomar una forma narrativa, que es asumida por el lector —y esto es una defensa frente a lo traumático referido en la historia— desde la psicología de lo lúdico. Así, el lector se distrae del horror del hecho, y se concentra en el reto de identificar el nombre censurado en el relato, la identidad callada del personaje aludido. En este caso, el lector ocupa el lugar de detective, de investigador, y no directamente de juez.
Se genera así una dinámica emocional en la que se abre un lapso entre una respuesta implacable primaria, y una respuesta que asume el tiempo de la lógica deductiva, que se centra en los mecanismos de la dimensión racional.
Y ese recurso no es deleznable, en la medida que la defensa del silencio se apoya en la narración de unas circunstancias que son tomadas por datos que aportan —como al desgaire— una información que –no obstante- permita ir delimitando la figura del victimario; a partir de una lectura de los detalles del relato, los lectores se proponen articular los elementos que vayan configurando la silueta del agresor; entendiendo, en las alusiones, líneas que dibujan el contorno de una imagen, como si de un retrato hablado se tratara. Es la operación del efecto Zeigarnik en el lector.
Claudia Morales ha propuesto una defensa del silencio y ha dado un ejemplo de la forma en que ese silencio puede tornar, cuando las condiciones lo posibilitan: una mesura, pero sin concesiones.
Y su vindicación del silencio, de resultas, ha promovido una vindicta pública. Despertada la curiosidad de los lectores, estos se han conducido por los medios de un análisis del discurso, apelando a una estrategia metodológica colectiva de revisión documental, e incluso a tentativos ejercicios hermenéuticos; o si se quiere: a la identificación con el protagonista de una novela policial o de una serie de detectives.
Puede verse a los internautas entusiastas en la tarea –juego- de atar cabos, formular hipótesis, contrastar textos, atender a los detalles de las afirmaciones de Claudia, seguir los indicios que formula en ellas, rastrear fuentes escritas y orales, interpretar entrevistas.
No hay que desconocer el influjo de la interpretación de la paralipsis, en tanto figura narrativa, en la psicología del lector.
Es extraordinario lo que ha pasado con la columna y las declaraciones de Claudia: que una defensa del derecho al silencio, se torne —por otra vía— en un llamado al derecho a la justicia. Y que en Colombia se escenifique esta interesante paradoja: lo callo, y entonces, se investiga quién es.
Claudia ha logrado que sus columnas anteriores a esta se conviertan en un modelo para armar.
Y ha hecho que la columna que este escrito analiza mude en una multiforme fuente de recursos narrativos: periodísticos, psicológicos, y legales.
Me parece, no obstante, que la palabra de Claudia tiene un alcance aún más importante: que ha encontrado los medios para desobedecer a la orden de su violador: hacer silencio.
La columna en consideración, evidencia que Claudia ha encontrado un recurso para enfrentarse a lo ineluctable, con lo cual el escrito propone una elegante solución psicológica a un problema dificilísimo: Claudia ha alcanzado lo que algunos estudiosos del psiquismo han denominado “una ética del silencio”.
La ética del silencio toma el aforismo de Wittgenstein que reza “lo que no se puede decir hay que callarlo” y lo reformula de esta manera: es precisamente, de lo que no se puede decir, de lo que es necesario hablar.