Cuando uno empieza el día, el día personal, el familiar, la jornada de trabajo, mejor dicho, la vida, imaginando con ansiedad qué está pensando para hoy y que decidirá ahora Claudia López, no siquiera la alcaldesa, valga decir, o la administración de la ciudad; sino ella, CL enfundada en un Yo mayestático, empuñando el megáfono desde un pedestal de autoridad, algo tiene que estar funcionando de modo distorsionado, desde luego la esperanza debe andar muy baja.
Puesto que esta parecería recurrente crítica cargada de inquina o de motivaciones ideológicas, aclaro más bien que me cuento entre tantos ciudadanos, hasta ahora simplemente desinflados, que celebraron la victoria de CL por la Alcaldía y el final (que al final pareció tan largo), del descalabrado mandato de Enrique Peñalosa, precisamente un arquetipo de gobernante alimentado de megalomanía, de autorreferencia, entrado en un nebuloso lugar sin límites, sin duda lesivo para la administración de lo que sea: la de una casa, una tienda y qué decir de una ciudad.
Entre cuantos exaltamos ese remezón, coincidían muchas afirmaciones: además del hecho evidente de que por primera vez una mujer era elegida popularmente en semejante cargo, también estaba la representación de la diversidad, de la ruptura respecto de moldes de plomo (y nunca mejor usada la palabra) en la política; así mismo, el planteamiento de un liberalismo conceptual de vehemente reivindicación de las libertades civiles y derechos humanos históricamente desfigurados en el país, una rigurosa postura contra la corrupción convertida en deber ser en la cosa pública y, cómo no, un alegato de viejo aliento y todavía sin respuesta contra organizaciones criminales de ultraderecha, sus instigadores, cómplices o rectores.
Pero de todo eso, muy poco o nada se le ve removiendo. La alcaldesa ha tomado posesión bifronte como enfermera-jefe de una sala de urgencias y Claudia López de su vocera oficial. El ciento por ciento de la acción de gobierno se percibe circunscrito de forma ciclotímica a sus advertencias, admoniciones, amenazas, cuarentenas, respiradores, camas UCI, y medidas de restricción humana que por maquinales parecen afectadas de improvisación.
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La alcaldesa ha tomado posesión bifronte como enfermera-jefe de una sala de urgencias y Claudia López de su vocera oficial
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Bogotá, una de las 40 ciudades más populosas del mundo y espejo por lo tanto de profundas heridas del país, era ya un caos en múltiples aspectos. Ahora parece desbarrancarse. Criminalidad, pobreza al tope, desempleo y muy pronto un muy predecible desarreglo de finanzas que la ciudadanía tendrá que salir a solventar con el recetario de tarifas, impuestos y cargas que conocemos de memoria, están a la carta.
Claro está que entre las cartillas de administración parece haber algunas que enseñan la opción de encararse con un gran problema, antes que abocarse a hacerlo con muchos, aunque estos sean relativamente más pequeños. Esa parece la ruta de CL en el laberinto: intentar un resultado comparativamente positivo frente a otras administraciones y frente al gobierno nacional en cuanto al manejo de la crisis sanitaria, en función de una conquista política mayor en un par de años.
No parece un cálculo, si ese es, que llegue a resultarle bien. Los líos que crecen en la ciudad desbordarán cualquier posibilidad de control y tal vez la hagan ver como otra gran ilusión política que se deshace en el viento de un país que prefiere las fórmulas tradicionales, malas o pésimas, pero conocidas.
Contrasta esto con el juicioso intento de reparación del alcalde de Medellín y del gerente de EPM. Allí también está la pandemia y es la prioridad, pero hay asuntos que no por eso paran. En Hidroituango, que además puso en riesgo la vida de miles de personas, se refleja otro de los grandes y continuados infortunios y sobrecostos de las obras públicas que en nuestro caso parecen muchas veces erigidas como ruinas preciosas de inmenso precio.
La fórmula de que los poderosos contratistas y empresarios no se tocan, ni siquiera se les indispone, también la conocemos. Está en la costumbre de la corrupción del país que prefiere preservar las reglas del gobierno corporativo, el insano acuerdo de élites que acude a acusar de “castrochavista” a todo aquel que lo cuestione o desnude.