Viene repitiendo el procurador general que los animales no son titulares de derechos. Y tiene toda la razón. Como bien se describe en su concepto, ni de la jurisprudencia colombiana ni de los tratados de protección del medio ambiente suscritos por nuestro país “se desprende de forma alguna que los animales sean seres iguales en dignidad a los seres humanos” y, por lo tanto, no son sujetos de derecho.
Eso es, sin discusión alguna, lo que dice la ley. La misma ley que, por otra parte, en diversas épocas y lugares, desconoció como sujetos de derecho, por ejemplo, a los negros y a las mujeres.
Sin embargo y por fortuna,
la ley no define la totalidad de las relaciones entre los seres
Sin embargo y por fortuna, la ley no define la totalidad de las relaciones entre los seres. No existe un decreto, por ejemplo, que obligue a dar un vaso de agua a quien tiene sed o que imponga darle la mano a una anciana mientras cruza la calle. Y no existe porque es innecesario. Los seres humanos poseemos, unos más, otros menos, la maravillosa posibilidad de experimentar lo que filósofos y psicólogos denominan alteridad: esa asombrosa cualidad de ponernos en el lugar del otro.
Solo los seres humanos tenemos la capacidad de sentir el dolor ajeno como propio. Solo nosotros experimentamos la conmiseración. Solo a los homínidos de la subespecie Homo sapiens sapiens nos es dada la posibilidad de sentir el sufrimiento no propio. Y es esa cualidad la que, desde los puntos de vista ético y moral, nos separa definitivamente del resto de animales.
La paradoja en la que incurren quienes, como el procurador Ordóñez, defienden a rajatabla y amparados en las leyes la superioridad humana, es la siguiente: regir nuestra relación con los animales amparados solo en los mandatos de la ley es renunciar a hacerlo desde la empatía, la única cualidad que efectivamente nos hace superiores a ellos.