Clamores de ayer y de hoy

Clamores de ayer y de hoy

Si bien está clara la no intrusión de la religión en asuntos públicos, sí sería importante que una autoridad moral se parara frente a los impulsos beligerantes del actual gobierno

Por: Juan Correa
enero 25, 2019
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Clamores de ayer y de hoy
Foto: Twitter @IvanDuque

Transcurre el año 390 d.C. Teodosio, emperador romano de oriente ingresa a Milán, ciudad que tiene a Ambrosio por obispo. De acuerdo al historiador Teodoreto de Ciro, el obispo corre desde el ingreso del templo, abandonando una liturgia, para dirigirse hacia la entrada. Allí impide el ingreso de Teodosio, significando con ellos una aparente excomunión temporal, en razón de una masacre que éste último habría ordenado en la ciudad de Tesalónica algunos meses antes. Este episodio, que es aún objeto de debates historiográficos, ha sido representado, con clara intención apologética, por el pintor sevillano Juan de Valdés Leal, y está expuesto hoy en el Museo del Prado, en Madrid.

Más allá de los intríngulis formales o circunstanciales que hacen la delicia del debate historiográfico, la narración del diferendo entre el pastor y el príncipe denota una fuerte carga parenética: la represión de cerca de siete mil ciudadanos tesalonicenses, pasados por el cadalso, no es en absoluto proporcional con el atentado a algunos de los oficiales del emperador. Aparentemente Ambrosio expresa que “el poder a eclipsado la razón [del emperador]”, haciéndolo actuar como un tirano. Es decir, que el reproche al emperador por parte del obispo, se fundamenta sobre su actuar tiránico, que no le permite comprender un mínimo ético de respeto a la vida.

Esta ideita de que la vida es sagrada, al parecer no es tan nueva ni tan snob como pareciera. Es una idea que ha recorrido parlamentos, senados, palacios de gobierno y todo tipo de aulas de residencia del poder. Sin embargo, no es una idea que aún pueda gritar “victoria” en el marco de las sociedades actuales, menos ahora cuando pareciera que la democracia se ve teñida de una tendencia a la dictadura.

Después del lamentable atentado a la Escuela de Policía en Bogotá, me pareciera importante traer a colación el episodio que acabo de evocar. En efecto, si bien nuestra constitución, y en general, los estados modernos delimitan (al menos teóricamente) con claridad la no intrusión de la religión en asuntos públicos, sí sería importante que una autoridad moral se parara frente a los impulsos beligerantes del actual gobierno.

Es importante condenar el atentado. Es también importante perseguir la criminalidad con las armas del estado moderno: la violencia reglada por el derecho y la justicia. Pero es aún más importante saber que la violencia, como monopolio del estado, no es sino una herramienta al servicio del orden y del bienestar social, y no la única y omnipotente política del estado. Una herramienta, como otras más.

Pienso ahora en las víctimas del atentado y en sus familiares. En tantas víctimas de la guerra en Colombia. Tal vez ellos podrían, como Ambrosio de Milán, levantarse contra el príncipe (lo digo como referencia generalizada a los gobernantes) y exigirle no entrar al templo de la historia hasta tanto no repare el daño que se genera al responder a la violencia con mas violencia. Pienso en la ejemplaridad que debería dar el estado, al respetar la palabra dada, y cuyo objeto no es otro sino aquel de evitar que el derrame de sangre continúe.

Pienso en que los costos políticos del diálogo no son populares, pero son un imperativo de cualquier religión o jerarquía de valores. Pienso que hoy las víctimas podrían verdaderamente ser escuchadas en su dolor y acogidas por medio de acciones que garanticen la no repetición de la violencia. La Colombia de hoy es un estado transicional que está en camino de adoptar la ideita de que toda vida es sagrada, y por ello es tal vez normal que haya aún algunos que piensen que lo que hay que dar es plomo. La polarización es el estado intermedio entre la sociedad violenta que se resiste a dejar un vicio de décadas, pero que a la vez ya se siente permeada por la exigencia del respeto a la vida.

Víctimas de esta guerra: pienso en ustedes. Ustedes hoy tienen la autoridad moral para exigir al estado una salida civilizada a los conflictos. Ustedes son los únicos que han llevado el fardo de la noche horrible de nuestro país. Ustedes, bañados en la sangre, pueden hablarnos con vehemencia sobre la ilegitimidad de la guerra y así exigirnos a todos la conversión hacia la paz. ¡La paz sea con ustedes!

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