Antes de seguir adelante quisiera detenerme un instante y releer el título, ciudadanía rural, para recalcar la tensión que existe entre esas dos palabras. Si la tensión es mucha, surge la duda sobre si estas palabras pueden ir juntas, ¿tiene sentido hablar de ciudadanía rural? Es decir, ¿es una realidad posible o una ilusión inalcanzable?
De hecho, el otro día vi aflorar tal tensión en boca de un campesino que se refería a los habitantes de una ciudad vecina como “los ciudadanos”. Lo vi en el documental ¿Y si dejáramos de cultivar? Campesinado y producción agroalimentaria en Montes de María, que vale la pena mirar así sea solo por ver cómo logran algunas entidades estatales no ser muy apreciadas por estas tierras.
Hay en todo caso una clara asociación etimológica e histórica entre la ciudad, la polis, y la política. La ciudad parece ser la cuna de la ciudadanía, cuya existencia y fortaleza constituyen la esencia de una vida democrática. Pero el hecho de que nos sea más fácil imaginar ciudadanos deliberando en el Ágora que en los campos de olivos no quiere decir que estos fueran ajenos al proceso democrático; en efecto, estos eran en buena medida uno de los principales asuntos a tratar.
Mientras que la ciudadanía política (y, por supuesto, su correlato más frecuente, la política sin ciudadanía) se originó en la ciudad, la ciudad se originó con el advenimiento y la progresiva consolidación de la vida agrícola, el modo de vida preferido por Homo sapiens desde hace unos 10.000 años. La ciudad, en realidad, no fue posible sin el campo, la ciudad nació como Aleph de la vida agrícola —en ella confluían todos los caminos que llevaban al mercado—.
Sin embargo, el dislocamiento político, económico y cultural de la ciudad respecto al campo —causado por los procesos de urbanización industrializada que vienen dándose, cada vez más extensa y profundamente, a lo largo y ancho del mundo desde el siglo XIX— ha creado un abismo de representatividad política y grandes desequilibrios en la calidad de la democracia entre el ámbito urbano y el rural. En un país como Colombia eso ha implicado una más fácil e insidiosa captura del estado en el campo por parte de quienes tienen mayores recursos de poder, incluyendo no solo la tierra y el capital, sino además las armas.
La ciudadanía rural no es una quimera ilógica, sino una realidad histórica que debemos fortalecer y proteger.
Para lograrlo, creo que es importante avanzar en un frente que —entre muchos más, claro— quizás permita especificar un poco aquella idea que, aún algo vaga en su dimensión política, ojalá no vaya a quedaren el aire: el problema es estructural y demanda soluciones estructurales.
Hace poco tuve la oportunidad de participaren un extenso proceso de construcción colectiva de una Visión de Desarrollo Humano Rural, en cabeza de un nutrido grupo de líderes de comunidades y organizaciones rurales articulados por los programas de desarrollo y paz del Caribe colombiano, en el cual la universidad tuvo la oportunidad de brindar orientación metodológica y un espacio académico deliberativo.
Con base en la discusión colectiva del Informe de Desarrollo Humano, Colombia Rural, Razones para la Esperanza, líderes campesinos, cívicos y comunitarios hilvanaron entre sí diversas lecturas de múltiples territorios en clave de cultura y desarrollo. Ahí aprendí, vi, cómo la construcción colectiva de conocimiento, con visión de futuro o como ejercicio de memoria, fortalece las redes de confianza en el territorio.
Como señala Irina Junieles, a pesar de las terribles amenazas y la constante violencia que se ciernen sobre ellos, hay procesos regionales en los cuales, de la mano de múltiples iniciativas,
“…ocurren dinámicas que han movido a la ciudadanía a explorar nuevas formas de relación democrática con el Estado. Gracias a líderes y organizaciones sociales dispuestas a creer, y funcionarios nacionales y locales comprometidos con la institucionalidad en la región, se construyen bases de confianza para dialogar las diferencias y atender las exigencias."
El fortalecimiento de estos lazos de confianza mediante la construcción, la articulación y la difusión del conocimiento colectivo es una tarea natural de la universidad regional; aclarando dogmas arraigados, estudiando profundamente el territorio, aportando músculo analítico y metodológico, y articulando saberes, recuerdos y expectativas desde las diversas perspectivas del sector privado, gubernamental, no gubernamental y, sobre todo, escuchando con atención las múltiples y variadas voces de los movimientos sociales rurales de campesinos, indígenas, afros, iniciativas de memoria y resistencia, mineros artesanales, pescadores, y tantos más. Si queremos construir confianza debemos encontrarnos en el esplendor de lo que todos sabemos, pero también en el reconocimiento de lo que cada uno ignora.
Reparar y estrechar estos lazos de confianza para fortalecer y proteger la ciudadanía rural pasa también por la recuperación de la visibilidad política, económica y cultural del campo en la ciudad. Hay que pensar muy bien cómo desde una academia más conectada con el territorio, también se pueda buscar que quienes por estos días hicieron sonar sus cacerolas para apoyar la protesta campesina, también las estén usando en sus hogares para cocinar a conciencia los tres votos diarios con los que todos podemos apoyar, desde nuestra cotidianidad, un auge de la ciudadanía rural.