Una ciudad colombiana en los años cincuenta del siglo XX, quizás exceptuando Bogotá que ya tenía para entonces aires o destino de metrópoli, era más un entramado regional subsidiario de una economía y una cultura campesina en proceso de formación a partir de un crisol étnico y un mosaico territorial diverso en proceso de hibridación y mezcla cultural.
A partir de la segunda mitad del siglo XX se comenzaron a vivir múltiples dinámicas de configuración urbana que implicaban a su vez una transformación y crisis de los campos colombianos: se recrudeció la violencia política, se comenzó a implementar el modelo económico de sustitución de importaciones que definía condiciones domésticas de inversión del capital en algunas zonas industriales y especialmente en la agro industria, se desarrollaron nuevos modos de comunicación y entretenimiento a propósito de la ampliación de la radio y los periódicos rotativos, y del surgimiento de la televisión y las salas de cine; en ese contexto acompañado de mayor aglomeración humana, impulsado por la ampliación de superficies de comercio, se gestaron importantes cambios en los modos de vida específicamente citadinos. Un hogar entonces podía estar configurado a partir de un núcleo aproximado de siete a seis personas y además estaba articulado a una red más amplia que se estructuraba como familia extensa, ya fuera situada en el vecindario o en tramas de barrios o incluso de regiones más amplias.
Los datos de censo disponibles nos permiten afirmar que hasta los años cincuenta la mayoría de los habitantes vivía en el sector rural, en conexión con pequeños centros poblados y unas pocas ciudades con características de arraigo regional. Es a partir de los años sesenta que comienza el proceso de hinchazón de las urbes, a partir de una fuerte dinámica de migración campo-ciudad y de una transformación de las comarcas hacia urbes más robustas en pleno proceso de masificación. Se ampliaron progresivamente los servicios de salud y educación, se mudaron a las factorías y comercios las oportunidades de trabajo y los bordes comenzaron a expandirse en barriadas y villas urbanas de forma muy rápida; también emergieron formas específicas de urbanismos y civismos locales como eje de integración de las poblaciones que convivieron desde entonces con expresiones de violencia y delito que tienen unas sagas importantes en bandas y carteles mafiosos. La conformación de hogares promedio comenzó a ser de seis a cinco personas que ya tendría más arraigo en la forma de familia nuclear, aunque las fuerzas de los vecindarios en procesos de invención aun constituían un escenario importante de socialización de las nuevas generaciones, que además marcaron de forma fuerte sensibilidades e identidades juveniles urbanas en conexión con expresiones de protesta, de contracultura y de experimentación de nuevas maneras de ser y estar en el mundo.
A finales del siglo XX y lo que va corrido del XXI, hemos asistido a un fenómeno generalizado de explosión urbana de nivel nacional que implica: agotamiento del suelo urbano para vivienda en las grandes urbes, crisis de planificación del territorio debido a la gran dificultad para afrontar la migración y la presión demográfica en general, la radicalización del rasgo segmentado y excluyente del urbanismo existente, la inflación de las ciudades pequeñas e intermedias, la generación de áreas metropolitanas de facto que presionan los servicios y los ecosistemas, la obsolescencia de las estructuras institucionales de gobernabilidad pública, la dispersión de vocaciones productivas y la pérdida del tejido económico que va bien para unas minorías, pero no tan bien para las mayorías populares y los sectores medios que se concentran principalmente en las prácticas de sobrevivencia; dinámicas todas que se inscriben en la forma particular como el país ha sido involucrado en los procesos de globalización urbana, sin proyecto propio de urbanismo desde las regiones, sin agenda económica con un sentido democratizador e incluyente. Hoy el promedio de conformación de un hogar está entre dos y tres personas, aumentan las unidades familiares de una persona y la matriz poblacional tiene tendencia al rápido envejecimiento; la cotidianidad citadina tiene la tendencia a ser colonizada por la soledad humana, nuestra juventud que siguen siendo una franja importante se socializa en estructuras que los adultos difícilmente entendemos por su particular forma de acceso y manejo socio técnico, hay brechas generacionales profundas y lo que más quieren las y los jóvenes, según encuestas recientes, es emigrar de nuestros entornos urbanos que lucen estresados.
¿Cuál sería la fisonomía de nuevos proyectos que afronten los conflictos a la luz de los retos tan urgentes como estratégicos?
En medio de demandas de transición energética, de transformaciones productivas y políticas de hondo calado, el país requiere un nuevo urbanismo que especialmente lea las condiciones de socialización y de vínculo cultural que tenemos los casi cuarenta millones de personas que habitamos alguna forma de ciudad y que deambulamos en la búsqueda de nuevos acuerdos y proyectos de vida personal y colectiva. Es necesario, en síntesis, salirse de la cartilla raída y cínica que simplemente administra la crisis de la vida urbana, para pensar en este contexto: ¿cuál es el ethos común que moviliza nuestra coexistencia y nuestros conflictos urbanos actuales?, ¿cuál sería la fisonomía de nuevos proyectos que afronten los conflictos a la luz de los retos tan urgentes como estratégicos? Las tres o cuatro generaciones vivas lo demandan, pero especialmente nuestras juventudes, que necesita más que subsidios, razones y sentidos renovados para persistir en habitar y transformar el andén colombiano.