Él es un español muy educado y bien presentado que está en Cali asistiendo a un congreso de medicina. Ella es una nativa que tuvo que soportar, durante toda su vida, la tortura de haber nacido en el tercer mundo. Una noche cualquiera, mientras se cierra el evento, al español lo llevan a conocer la rumba caleña. En esas y como por arte de magia, la conoce a ella, bailan un par de canciones y sin haber cruzado demasiadas palabras terminan enamorándose y pasando la noche en un motel, eso sí sin tocarse, como si fueran amantes inocentes.
Él se levanta y ella no está allí. Sale a la calle, el sol cegador está en el centro del cielo, pero el español atenúa el guayabo mortal viendo a la variedad de mujeres que la ciudad ofrece. Triste por no haber podido despedirse del verdadero amor de su vida (¿?) él se devuelve a España en donde lo espera una mujer gruñona de la que nunca sabremos nada. Probablemente sea una hermana, una prima o su esposa. En la fría Madrid, él no hace sino pensar en esa caleña que movía su cintura como los cañaverales. “Que lindas que son las mujeres allá, tan sumisas, tan serviciales. Lo dan todo y no piden nada” piensa el médico mientras observa, desde una ventana, a las abrigadas e independientes madrileñas caminar solitas por la acera.
En el Nuevo Mundo la nativa sigue preparando a su escuela para participar en Delirio, un festival de baile de mucho prestigio en Cali, lidiando con el irresponsable Papá de la niña y caminando a veces por los sitios más emblemáticos de la ciudad, para que quede claro que más que una película es una postal, con el socio de su escuela, un homosexual negro de pelo liso que, como la mayoría de los personajes que pueblan esta historia, es sólo una caricatura parlanchina.
En Madrid él no soporta más estar sin el amor de su vida, así que toma un avión, cruza el océano y vuelve al lugar salvaje de mujeres fáciles en el que se ha enamorado y como si Cali fuera un pueblo de tres esquinas o Dios su aliado, él, que ni siquiera sabe cómo se llama ella, la vuelve a encontrar en el lugar menos probable y lo más grave de todo es que nosotros, al otro lado de la pantalla, no creemos nada de lo que está pasando.
La verdad no sabemos muy bien cuál fue la película que vio la Ministra de Cultura. Debido a su entusiasmo desbordado, Ciudad Delirio fue impuesta a la brava como el filme con el que se abriría el último Festival de Cine de Cartagena, levantando entre los críticos, una nube de malos comentarios que se vinieron a confirmar el pasado viernes con su estreno en las salas de cine del país.
Otra vez esa extraña mezcla de rabia y tristeza nos vuelve a embargar después de ver una producción nacional. La idea podía haber funcionado, ¿A quién no le hubiera gustado ver una comedia romántica musical en donde la salsa fuera la protagonista de primer orden? Todo ese universo de los coleccionistas de discos viejos que hay en Cali y que apenas se alcanza a atisbar en el filme, tendría otro tipo de tratamiento si detrás de la cámara estuviera un realizador medianamente dotado y no una oportunista cualquiera como lo es Chús Gutiérrez.
Pero más allá de detenernos a hablar de la incapacidad que tenemos los guionistas colombianos para crear personajes y narrar con solidez una historia, de las pésimas actuaciones, del desafortunado casting y de lo homofóbico que es nuestro cine, lo que convierte a Ciudad delirio en una película insoportable, es la visión que presenta la española Gutiérrez sobre nosotros y sobre ellos.
Tal y como lo dice Pedro Adrián Zuluaga en la crítica publicada en su blog Pajarera del Medio “El binomio civilización-barbarie que abundó en la cultura y el pensamiento del siglo XIX demuestra estar “vivo y colendo”. Los portadores de la civilización son extranjeros y blancos que tienen comportamientos racionales, autocontrol y capacidad reflexiva. A los demás les corresponden las puras fuerzas instintivas, la pasión, el baile, el desperdicio de fuerzas, las condiciones propias de lo primitivo e informe”. Los españoles dentro de la película son gente linda física y espiritualmente. Blancos y altos, todos son profesionales excelentemente capacitados que vienen a estas tierras que enloquecieron a Lope de Aguirre, a sanar, a educar y a arrastrar pueblo. Las mujeres, cansadas de los negros machistas, incultos y feos que pueblan el Valle, se derriten ante las buenas maneras, la caballerosidad y el acento de los extranjeros que han venido a hipnotizarnos con sus espejitos.
Tanto que nos quejamos de Hollywood y esa manía que tienen de mostrarnos como salvajes y no decimos nada ante la imagen que están creando los españoles en nuestro propio cine y usando los recursos del Fondo Nacional de Cinematografía, Ciudad delirio se hizo acreedor de los 700 millones de pesos que otorga el ministerio en la categoría de Producción de Largometrajes Categoría 1. Una vergüenza que la ministra, en una actitud de indígena arrodillada ante el filo de una espada, trate de salvar a los realizadores españoles que se han quedado sin trabajo por culpa de la crisis, otorgándoles el beneficio que deberían tener realizadores nacionales con proyectos que son claramente superiores a Ciudad delirio.
La gente, manipulada por los medios de comunicación, obedece como ratoncitos de Pavlov a los estímulos generados desde el televisor y ha ido en masa a ver la visión que tienen los de afuera de lo que somos los colombianos. Algunos salen contentos con la improbable virtud de que esta “Es una película que ofrece una cara amable de nosotros”, otros salen reforzando su teoría de que en Colombia todavía no aprendemos a hacer cine. Es una verdadera pena que un bodrio impresentable como Ciudad delirio haya tenido una sólida estrategia publicitaria y películas tan originales y divertidas como Bola e’ trapo hayan sido despreciadas por las distribuidoras y por el público en general.
Pero esto no sería tan preocupante si Ciudad delirio fuera sólo un accidente. Lo que se viene es una oleada de películas colombianas dirigidas por españoles desempleados. Para la ministra esa es la internacionalización, el roce mundial que necesitan nuestros cineastas para crear una cinematografía universal. Eso podría ser así si trajeran a Kiarostami o a Won Kar Wai a hacer una película acá, pero con la mediocridad de Gerardo Herrero o Chuz Gutiérrez lo único que aprenderemos a hacer son esperpentos impresentables como Habitación con vista al mar o Ciudad delirio.
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