Después de que Jonathan Vega le echó un litro de aceite en la cara, los hermanos de Natalia Ponce de León la llevaron de urgencia a la Clínica Reina Sofía del norte de Bogotá. En el trayecto la joven gritaba de dolor. Sentía como se le caía la piel a jirones, como el ácido que se había tragado le corroía la garganta. Pensó que se iba a morir. En la clínica no estaban para atender un caso tan grave como el suyo. La metieron en una ducha y la dejaron esperando durante horas. Si la hubieran atendido a tiempo el daño no hubiera sido tan devastador. El ácido ya se le había metido en la piel. En la noche de ese 27 de marzo la trasladaron al Hospital Simón Bolívar. Después de un par de horas en cuidados intensivos los especialistas lograron estabilizarla. La pasaron a cirugía.
En el Hospital había un gran revuelo. Ese día la noticia era el ataque que había recibido la joven de 34 años. Se supo que el atacante estaba obsesionado con Ponce de León. Alguna vez, en un parque, le tiró un pitbull rabioso. Otra vez, en una fiesta, Johnatan Vega le había pedido una pitada de su cigarrillo. Ella se negó. Nunca soportó su energía densa. Se supo inmediatamente de sus adicciones a la heroína y al bazuco. El médico José Luis Gaviria, quien a pesar de no tener turno ese día estaba de paso por la clínica, seguía atento las noticias. Al ser el más experimentado de los cirujanos de la clínica, le pidieron su ayuda.
A Gaviria se le escurrieron las lágrimas cuando vio lo que le había hecho el ácido a su paciente: el brazo derecho estaba completamente quemado, parte del izquierdo también. La cara era un amasijo de carne y hueso. El médico tuvo miedo. Sus hombres tenían que soportar la presión de todo un país. Natalia Ponce de León se había convertido, esa misma noche, en un símbolo del maltrato de las mujeres en un país misógino.
Desde el otro lado, Natalia no sabía que era lo que estaba pasando. Además de estar sedada con la morfina que le atenuaba el dolor incesante, estaba vendada. Cuando recuperaba la conciencia solo veía sombras. La voz de Gaviria, escuchada entresueños, le mermó la angustia. Le dijo su nombre, le explicó que la iban a operar. Ella alcanzó a preguntar, entre murmullos, como iba a quedar. Gaviria prefirió no responder. Las probabilidades de que ella volviera a tener una cara eran mínimas.
En la primera cirugía Natalia Ponce de León estuvo clínicamente muerta durante unos segundos. La anestesia la doblegó. La revivieron. Todo fue difícil. La cirugía se extendió durante siete horas. Le sacaron carne de la pierna y se la injertaron en el rostro. El cuerpo amenazaba con no resistirle más. Tuvieron que hacer solo la mitad del rostro. Después de Semana Santa de ese 2014 le quitaron las vendas. Viajaron a Bogotá médicos de Texas para observar el prodigio: a pesar de que los riesgos de infección seguían altos los resultados eran sorprendentes. Natalia, al verse en un espejo, deshilachada, destrozada, creía que le estaban mintiendo. Ella apenas empezaba a entender la gravedad de lo que le había hecho Jonathan Vega.
Los días en la UCI fueron los peores. A la debilidad de no comer, de no moverse, de no poder hablar por miedo a que se le deshicieran los injertos que le habían puesto, se le sumaba la depresión de saber que todo había acabado. El único consuelo lo encontraba en las visitas de su novio, Daniel Arenas Samudio, en los cuidados de la practicante Natalia Reyes, con la que estableció, casi que de inmediato, una amistad entrañable y con José Luis Gaviria. Cada vez que el médico le renovaba las vendas ella lo molestaba con el cuento de que no sabía vendar. Gaviria, sonriente, le recomendaba que no lo molestara más. Volvió a la casa. Su mamá, Yuly, había sufrido un infarto cuando se enteró del ataque a su hija. Sus problemas respiratorios se agravaron aún más y tenía que vivir pegada a un cilindro de oxígeno. A pesar de eso sacó fuerzas de flaqueza para darle a su hija el alimento que más necesitaba: amor, comprensión cada vez que Natalia estallara de rabia, porque la vida había sido injusta, porque ya ni siquiera tenía un rostro.
Trabajó como nadie. Todo ese tesón que tuvo para vivir en Inglaterra, siendo estudiante, vendiendo muebles o siendo jefe de meseros en un restaurante brasilero en Inglaterra, lo tuvo que poner en las extenuantes terapias que hacía a diario en la Clínica Fray Bartolomé. Yuly estuvo ahí cuando le sobrevino la peor amenaza que puede tener un quemado: el herpes terrible de la culebrilla. Soportó los dolores de cabeza, las ganas de rascarse. No se reía, no hablaba y sin inmutarse aguantó 20 operaciones y aguantará las otras 15 que le esperan.
Natalia Ponce de León es un símbolo de coraje. La máscara de polietileno Uvex que llevó durante dos años le sirvió para aplanchar la piel. Comprometidos con la recuperación de Natalia se unieron la Fundación del Quemado y el hospital Simón Bolívar para traer a un grupo de médicos desde Estados Unidos para ayudar a construir la máscara. También importaron la dermis celular Glyaderm. El país aprendió, con la tragedia de Natalia, todo lo que necesitaba saber sobre reconstrucción de tejidos quemados.
Ya no se deprime como antes. Con su fundación aprendió que lo que le queda de vida lo va a usar para ayudar a los demás. Su lucha tuvo su recompensa el pasado 29 de marzo cuando la primera dama de Estados Unidos, Melania Trump, la condecoró, junto a un grupo de mujeres de Irak, Siria y Yemen, por su lucha por los Derechos Humanos.
Natalia ya ha vuelto a sonreír. Ahora vuelve a despertarse con los riffs salvajes de Keith Richards, su guitarrista preferido. Ha enderezado de tal manera su vida que incluso ya puede perdonar a Jonathan Vega, el hombre que partió su vida en dos.