Me crié viendo westerns en la apacible y sabrosa Cali de finales de los 60 y comienzos de los 70. Durante años, repartí mi tiempo entre las monótonas aulas escolares y la magia que habitaba en los teatros de mi adolescencia: el Isaacs, el Belalcázar y el Aristi. Aún recuerdo el cosquilleo que me invadía cuando las cortinas corredizas se abrían para darle paso al telón por donde desfilaban mis ídolos de entonces: Gary Cooper, John Wayne, Gregory Peck, Burt Lancaster y Kirk Douglas. Los labios de Sofía Loren y las curvas de Claudia Cardinale se quedaban a vivir en mis recuerdos mientras caminaba rumbo a mi casa, después de horas de tiroteos y galopes a caballo por las sabanas enormes del lejano oeste norteamericano. Aquella flauta con la que empezaba la música de El bueno, el malo y el feo (Enio Morricone), se convirtió en la banda sonora de mi juventud, durante la cual complementé mi afición por las películas de vaqueros con la lectura de las novelitas de Marcial Lafuente Estefanía que alquilaba y leía en una de las tiendas del Barrio Obrero, mi entrañable barrio.
Después, por cuenta del ingreso al mundo de la política, mis gustos cinematográficos se desplazaron y me volví admirador del neo realismo italiano. Así que pasé de las películas de John Ford y Fred Zineman a las de Roberto Rosellini y Vittorio de Zica, sin asaltos a diligencias y sin cawboys jugando al póker entre nubes de humo y copas de whisky. Cuando vi Ladrón de bicicletas comprendí que, además de divertirnos y entretenernos, el cine podía ser también el gran espejo de la realidad y una formidable herramienta para despertar conciencias. Durante mi breve estadía en la Unión Soviética, por allá a mediados de los 70, descubrí otro tipo de cine y me deslumbré con aquel tono épico de las cintas soviéticas, en especial las que relataban las hazañas del Ejército Rojo durante la Gran Guerra Patria. El Acorazado Potemkin, de Sergei Eisenstein pasó a engrosar la lista de mis filmes de culto.
Luego, en los años de la guerra, conseguí algunos cómplices cinéfilos y nos las ingeniábamos para ver películas en las remotas montañas. Y en La Habana, durante los diálogos con el gobierno logré ponerme más o menos al día con el cine gracias a través de centenares de filmes que me llevaban amigos conocedores de mi afición por el séptimo arte.
Pensé que tras la firma de la paz y el regreso al mundo urbano iba a recuperar el viejo e inigualable hábito de ir al cine, pero ello no ha sido posible, no sólo por el cúmulo de tareas y obligaciones derivadas del Acuerdo, sino por los bien conocidos problemas de seguridad que afrontamos luego de la dejación de armas y el regreso a la legalidad.
No obstante, por estos días tuve la oportunidad de ver, en salas, dos películas colombianas que despertaron mi asombro, no sólo por su magnífica factura, sino -sobre todo- por las reflexiones que siembran en los espectadores.
La primera de ellas es Tantas Almas, dirigida por Nicolás Rincón y producida por Manuel Ruiz Montealegre. Se trata de una película conmovedora y hermosa, en la que cada plano deja en evidencia un gran esfuerzo del equipo de producción: bellas locaciones, un lente abierto en el que cabe siempre la alucinante inmensidad de nuestra geografía; movimientos de cámara muy bien estudiados, al servicio de la travesía del protagonista, así como una fotografía y un sonido que logran varios momentos sublimes.
Las secuencias detrás de José, el padre abrumado que quiere evitar que las almas de sus hijos muertos se queden vagando en pena por el rio, nos deslumbran por su belleza y le imprimen un toque de poesía al escalofriante relato. José es un pescador que vive en el Magdalena Medio santandereano, donde un grupo paramilitar se ha hecho dueño y señor de la región en medio de la indiferencia y la complicidad de la fuerza pública. Tras constatar que los paramilitares se han llevado a sus hijos y han arrojado sus cadáveres al río, emprende en su canoa la búsqueda de los cuerpos, una trágica travesía en la que nos encontraremos con escenas muy bien logradas sobre el mundo paramilitar y la atmósfera de pavor que han impuesto en la zona. Entre las muchas escenas de la solitaria búsqueda de José, me conmovió especialmente aquella en la que él se encuentra con un reguero de cadáveres encallados en la orilla del rio y se entera de que no pueden ser movidos de allí -para darles cristiana sepultura- por órdenes de sus asesinos. Los cuerpos deben permanecer a la intemperie hasta que se pudran o sean presas de las aves carroñeras: la atrocidad como escarmiento, método muy extendido en el accionar de los grupos paramilitares.
Con un ritmo narrativo que a algunos les resulta muy pausado y a veces repetitivo, Tantas Almas entra sin duda a la galería de las no muy abundantes cintas que se han atrevido a mirar de frente nuestra tragedia reciente, a través de los ojos de un padre testarudo y valiente, maravillosamente encarnado por el actor natural Arley de Jesús Carvallido Lobo.
La otra película colombiana a la que deseo referirme se titula Memorias Guerrilleras. Como lo sugiere su título, se trata de una cinta que nos adentra en un campamento de la insurgencia a través de las voces evocadoras de un grupo de jóvenes que lo habitaban en los estertores de la guerra. Escrita, realizada, actuada y dirigida por guerrilleros, Memorias nos regala un retrato creíble y honesto de las encrucijadas que vivieron muchos hombres y mujeres ante la inminencia del Acuerdo de Paz y la consiguiente dejación de armas que de él se derivaba. La muy afortunada construcción del universo rebelde, con unos personajes bien logrados, que hablan y se comportan como los guerrilleros en el monte, ofrecen al espectador una versión profunda y transparente de la vida insurgente, alejada de los estereotipos y clichés facilistas que han utilizado la mayoría de producciones audiovisuales sobre el conflicto armado colombiano.
Todavía con sus armas terciadas, dos guerrilleras ven desfilar por las pantallas del televisor del campamento las noticias sobre los diálogos de paz, pero también las del asesinato sistemático de líderes sociales que ocurren paralelamente. “El enemigo sigue vivito, esto no va funcionar”, dice una de las muchachas, argumentando su decisión de regresar a la guerra. Resumen de los dilemas que acompañaron a los guerrilleros en el tránsito hacia la vida civil.
De la mano sabia y experta del director de cine nariñense Ricardo Coral -productor de la película- el equipo de Memorias introduce en la cinta un tema que atraviesa la trama a modo de telón de fondo: las motivaciones que llevaron a los protagonistas del film a ingresar a las filas rebeldes. Está la que huía de un hogar campesino en el que se sentía condenada a repetir la vida de su madre, alrededor del fogón y las tareas domésticas; está el que se une a las Farc luego de llegar a su casa y encontrar los cadáveres aún tibios de sus familiares asesinados por los paramilitares; está la que se escapa de la violencia intrafamiliar y así sucesivamente. Un resumen de los miles de jóvenes colombianos que tomaron las armas ante la falta de oportunidades y la ausencia de futuro. Cuánta pertinencia cobra hoy el honesto abordaje que hace del tema la película, en medio de la ofensiva mediática, impulsada por el gobierno y las fuerzas de la extrema derecha, que quieren hacer ver a las Farc como una banda de asesinos que iba por las veredas del campo colombiano reclutando menores contra su voluntad.
Tengo en mi agenda inmediata ver la película documental Del otro lado, del director Iván Guarnizo -actualmente en cartelera- que también transcurre en medio de la guerra, abordando el tema del secuestro.
Nada más saludable para un país en busca de cicatrizar sus heridas aún abiertas, que la construcción de una memoria audiovisual sobre lo acontecido durante los largos años de la guerra.