Las diez canciones de Mediterráneo de Joan Manuel Serrat se convirtieron en himnos y en leyenda. Hay pocas producciones como esta, que trasciende generaciones al punto de decir sin temor alguno que entre más años pasan, mejor se escuchan y mejor se cantan.
Es noticia por cuanto se cumplieron 50 años de su lanzamiento y presentación. Canciones que se llevan en el alma, amarradas a una fresca copa de vino o simplemente tañendo la cintura de ese ser amado que se dibuja en cada palabra llevándonos por unos caminos hechos de papel y de sueños. Días que se retratan como un paisaje nuevo en cada palabra, con soles que se abren en cada parpadeo mientras la aguja de nuestro acetato gira indefinidamente buscando las palabras exactas para indicarnos que esa es la mejor canción o la mejor tonada.
Retratos de pueblos, de muertos, de vida, de cautiverios, de tíos y de mujeres que nos pintan la claridad mediterránea de quien mira el futuro sobre el osario de sus seres queridos en una playa perdida en los confines de la Tierra.
Recuerdo la primera vez que escuché estas canciones. Era casi que un niño, pero desde sus primeros instantes me arrastró por mundos que para mí permanecían perdidos y enterrados entre ruinas, mentiras y promesas. Canté con tío Alberto imaginándolo bueno y generoso, con un plato siempre en la mesa, temblando con las muchachas y esas flores pintadas por Vivaldi o el flamenco. Nunca más volvió a suceder en mí esa clara percepción que la vida es algo más que esa niñez que se descorría breve y lenta ante mis ojos.
Cuántos Mediterráneos se abrieron a mis pies; cada charco se transmutaba en esas playas, donde escondidas tras las cañas se escondía ese que sería el primer amor, miraba aldeas jugando en las playas perfumaditas de brea con levante otoñal y desguazadas con alas blancas. Me salieron alas en esa ladera del monte más alta que el horizonte. Así nacimos todos en ese Mediterráneo mítico y lejano que se recreaba en esa voz fresca y tierna de Serrat.
Hasta que nos llegaron esos pequeños instantes en trenes de ida sin vuelta, esas pequeñas cosas que nos dejaría el tiempo en rincones o en papeles o en cajones olvidados. Como un ladrón recorrimos esas puertas transmutadas en hojas muertas mientras nuestros días se esfumaban en inmensos deseos de soles muertos.
Rememorar esos instantes nos lleva a los pasos del primer amor donde la mujer amada no era más que un amasijo de huesos que escondía una verdad en medio de esa tierra virgen y cubierta aun de margaritas. Un fruto jugoso que se prendería en nuestra alma como cualquier cosa al punto de ser objeto de chascarrillos ingenuos y bonachones de nuestros amigos. Esa mujer que quisimos hasta el delirio, hasta los tristes soles de medianoche en que la voz de nuestros padres nos señalaba que no debíamos atarnos a su yunta y mucho menos decírselo nunca. Promesa incumplida cada vez que en sus ojos saboreábamos un encuentro del espíritu, mutuo y compartido.
Fuimos en esos instantes hijos de ese pueblo blanco colgado de un barranco, cubierto de polvo y piedra, bordeado de calles donde crecían y morían juntos el sacristán y el cura. Pueblo de muertes y olvidos que nos obligaba a preguntarnos por qué nace la gente si nacer o morir es indiferente. Veía casas de cal llenas de sueños -donde cada uno soñaba su sueño-, unos por morir y otros por hacerse viejos o simplemente por irse al sol. Lagartos en sombreros de espantos nos seguían por cada cañada, por cada caricia, por cada tierra que nos negaba lo que nunca nos dio. Pueblo blanco con extrañas lunas, con palomas cargadas de muertos en cautiverio que no nos dejaban salir de ese gran cementerio.
También estuvimos, en esos instantes, lejos de casa, absortos en esos pensamientos que nos permitieron ver salir a esa pequeña con su impermeable amarillo, sus cosas en un hatillo y cantando ¡quiero ser feliz! Leyendo en un mantel ese adiós de papel que nos decía que en el alma y la piel se le borraron las pecas y su mundo de muñecas… Pasó, pasó veloz y ligera como una primavera en flor. Y aún me pregunto qué va a ser de ti lejos de casa, sin saber dónde andarás. Cincuenta años sin regresar a esa casa de papel, de voz, de sueños y de silencios…
Quizá te llamaste Lucía. Sombra perdida entre la arenisca o en la luna llena que bañaba el mar. Figura de arena en forma de ave, enredada en abrazos y deseos. Si alguna vez fui sabio en amores lo aprendí de esos labios cantores, Lucía que nunca tuve y siempre perdí como una luna llena ahogada en el mar. Instantes en que fui bueno enredado en tus senos y tus sueños… ave de paso liada fugazmente en mis brazos huérfanos de ti, hechos sombra para tus recuerdos lejanos y mis olvidos constantes…
Fue, quizá, entonces, cuando ya harto de estar harto, de perseguir rosas de los vientos empecé a vagabundear como una cometa de caña y de papel, persiguiendo siempre nubes para serles fiel… harto de preguntarle al mundo por qué y por qué… Confieso que no me sentí extranjero en ningún lugar con la compañía de lumbre y vino, con ese vino que me hizo calmar la sed. Fue hermoso partir sin decir adiós, serena la mirada, firme la voz, sintiendo largo el camino para mirar atrás. Vagabundear aquí o allá entre el cielo y el mar… Mi patria y mi guitarra las llevé en mí. Sin mirar atrás, qué más da, qué más da… aquí o allá…
Fui, también, ese barquito de papel navegando sin timón donde la corriente quiera, un aventurero audaz, jinete de papel cuadriculado que mi mano sin pasado sentó a lomos de un canal… cuando era un rio y estanque era el mar, una sonrisa lejana entre tu escuela y mi casa… vestidos de colegiales, tomados de la mano entre árboles hechos de sombra y oscuridad. Después el tiempo pasa y te olvidas de aquel barquito de papel, de esas sonrisas tiernas y a tiempo, barquito naufragado entre días y noches de seres pintados con tinta de agua en lienzos de efluvios hechos de quimeras distantes.
Y sintiéndonos como el indomable andante, en su manchega figura no nos queda más que gritarle que nos haga un sitio en su montura, que nos ponga en su grupa de Caballero del Honor, que nos lleve a ser pastores de hombres y llanuras. Que, envejecidos y vencidos, sin armadura, sin peto y sin espaldar hemos perdido la batalla contra los molinos de la cruda realidad. Es Don Quijote que retorna a su lugar, con la fe vencida y los ojos puestos en los entuertos desechos mientras su querido Sancho cuenta las monedas de su precio existencial. No hay para ti armadura querido caballero, regresas cargado de arneses, de sepulturas de venturas en las playas de barcino frente al mar, cuantas veces Don Quijote por esas mismas llanuras en horas de desaliento te miro pasar y cuantas veces te grito: hazme sitio en tu montura, que yo voy viejo y cargado de magulladuras y no puedo batallar… ponme a la grupa contigo… contigo… yo, un pastor de nubes sin rebaño.
Cincuenta años de poesía, de canto, de una voz que se pinta suavemente en el pecho de viejas y nuevas generaciones. Nos tocó en suerte ser los espectadores de esta estrella que nos ilumina con una luz permanente y constante, que se extiende desde Algeciras a Estambul y que abrigó nuestras frías noches de invierno. Pared blanca que nos enseñó a valorar las sombras, el juego y el vino, a discurrir lentamente entre el mundo y los hombres sin que nos abracen sus afanes de parca empujados por un temporal que desguaza sus alas blancas. A mí, a nosotros, que nos dejen entre la playa y el cielo, en la ladera de un monte más alto que el horizonte…
Difícilmente se repetirá este milagro nacido en el Mediterráneo, en el corazón de un hombre lleno de sueños y ambiciones que alcanzaban en las cuatro paredes de una casa nívea. Joan Manuel Serrat nació en tiempos de rosas, en un rincón, en un papel o en un cajón… un ladrón que acechó detrás de la puerta a una generación arrastrada por hojas de papel y cielos muertos.