Llegar a Hacarí en Norte de Santander es un trayecto largo. Transcurridas seis horas por la vía que de Cúcuta conduce a Ocaña, en el sitio conocido como La Ye en Ábrego, empieza una carretera de piedras y tierra que desde entonces se vuelve familiar, hasta llegar, dos horas después, al pueblo de Hacarí. Los vehículos de transporte público a falta de un sistema de aire acondicionado, deben bajar las ventanas para dejar ingresar el aire necesario a 30° centígrados; de paso, el cabello y la ropa oscura quedan blancos de la polvareda como en tiempos de carnaval. El siguiente recorrido para llegar al corregimiento de Mesitas, donde está el refugio humanitario, es en moto. Es la única opción para transitar una vía que nunca ha sido pavimentada y que fue construida tramo a tramo, a pico y pala durante años, por los mismos campesinos.
Orangel Galvis es padre de una bebé de nueve meses. Tuvo que llevarla, junto a su esposa al casco urbano de Hacarí por temor a que en la montaña de la cordillera oriental fueran alcanzadas por una bala. Fue uno de los primeros en llegar a la Escuela de Mesitas el 16 de junio, cuando decidieron crear el refugio humanitario, una medida de los campesinos para proteger sus vidas que quedan a la suerte de los enfrentamientos que se intensificaron cuatro meses atrás entre militares de la Fuerza de Tarea Conjunta Vulcano y guerrilleros de las FARC, el ELN y el EPL que operan en el Catatumbo. Tienen claro que no quieren abandonar el campo ni volver a dejarse desplazar. Van a defender el derecho a permanecer en la tierra donde nacieron sus padres y abuelos.
A esa reunión se unieron 33 campesinos más, miembros de las Juntas de Acción Comunal de veredas de Hacarí, San Calixto y El Tarra. También llegaron quince militares sin haber sido invitados, quienes irrumpieron agresivamente y ordenaron a los hombres ubicarse manos arriba contra la pared para requisarlos. No encontraron más que monedas y uno que otro papel arrugado en sus bolsillos. En ese momento, jóvenes a bordo de tres motocicletas, llegaron a la escuela. Al ver lo que sucedía frenaron y retrocedieron por temor a ser reclutados; los militares sin dudarlo y frente a toda gente, apuntaron con sus fusiles y les dispararon. Por fortuna ninguna bala alcanzó a los muchachos.
La reunión continuó una vez los uniformados se marcharon a petición de los campesinos. El incidente les reafirmó con mayor urgencia el riesgo que corrían; cualquier cosa podía pasar porque a la presencia de guerrilleros, se sumaban decenas de militares, enfrentados en combates que duran hasta ocho horas y que incluyen el lanzamiento de bombas. Las balas agujerearon los techos de zinc de sus casas.
Los campesinos decidieron ese día que debían buscar un nuevo hogar, mientras los armados se alejaban de su territorio y les permitían dormir sin temores. No se irían con sus hijos, ropas y animales a las ciudades como muchos ya han tenido que hacerlo, sino que permanecerían allí y acamparían cerca a sus fincas para poder trabajar en sus cultivos durante algunas horas al día.
Actuaron rápido. El 24 de junio, llevaron carpas de tela impermeable, colchones y hamacas a la Escuela de Mesitas, donde permanecen desde entonces 150 campesinos que conforman 43 familias. Hartos de esta zozobra tan reiterada, su voto en las elecciones recientes fue por la propuesta de paz del Presidente Juan Manuel Santos. Pero en este lugar los sonidos de balas y bombas no dejan de ser escuchados.
La escuela, fue cimentada hace cuarenta años aproximadamente por manos campesinas y en buena medida con aportes del Comité de Cafeteros de Hacarí cuando el grano gozaba de popularidad y dejaba ganancias. Los materiales de construcción llegaron a lomo de mula desde el pueblo por un camino de trocha de siete horas. Hoy enseñan allí cuatro profesores y estudian noventa niños desde 1° hasta 9°. Los más pequeños no saben quien es Diego Maradona ni Bugs Bunny, pero conocen perfectamente el ensordecedor ruido que causan los helicópteros al disparar metralla.
La escuela está dividida por la carretera que conduce hacia Hacarí y la que conduce hacia El Tarra. Los campesinos se instalaron en ambas salones de un lado y de otro.
El lugar que bautizaron Campamento por la vida, la dignidad y la permanencia en el territorio está respaldado por los líderes campesinos Carmelo Abril, Gilma Tellez, Pablo Tellez, Yonny Abril y otros miembros de la Asociación Campesina del Catatumbo - Ascamcat, una organización que forma parte de Marcha Patriótica. Con ellos, dos ciudadanos españoles de la organización de cooperantes Acción Internacional por la Paz quienes contribuyen a reducir “la situación de riesgo y amenaza que sufren ante los abusos de la fuerza pública y otros actores armados”, y advierten a guerrilleros y militares que deben mantenerse lejos de la escuela porque allí hay niños, mujeres y hombres que no quieren ser parte de la guerra. Antes de viajar a Hacarí, avisaron de su misión a diversos comandantes del Ejército, la Defensoría del Pueblo y la Personería Regional. Ese es el protocolo.
Un día después de organizado el campamento en al escuela, los campesinos escucharon un intercambio de disparos que empezó a las 3 de la tarde y se extendió hasta las 7 de la noche. Los niños lloraban y se aferraban a sus madres y padres cada vez que estallaron las cinco bombas que lanzó la Fuerza Aérea en la siguiente ronda de enfrentamientos, entre las 8 y las 10 de la noche. En esa ocasión las balas cayeron a pocos metros del lugar.
Luis Ortiz vive cerca a la escuela en una casa de ladrillo. Dice que en aquel momento, su esposa y él abrazan a sus pequeñas hijas de 3 y 14 años y corrieron hacia el muro más grueso de la vivienda tras el que estuvieron sentados en el piso mientras duró la balacera. Esa era su única protección.
La mayoría de casas son hechas de tabla o de bahareque (caña entretejida y barro). Como sea, resultan vulnerables ante el lanzamiento de cualquier explosivo, igual que las personas y los animales. “Las vacas que mantienen en la pradera se acercan a la casa cuando empiezan los disparos. También sienten miedo porque el ruido es bravo”, cuenta la señora Ascanio, madre de Luis.
Con la luz del día siguiente, decenas de cartuchos de bala quedaron visibles para los campesinos y en un corral vecino, una gallina y una pisca yacían en medio de un charco de sangre, impactadas por la metralla que desde el aire también dispararon los militares. Como eso sucedió cerca a la escuela, la zona más poblada del corregimiento, las balas también entraron por los techos de lata de las humildes viviendas vacías. Sus habitantes ya se encontraban en el campamento.
A excepción de aquella noche, el ambiente que se percibe en el campamento de la escuela es de tranquilidad, familiaridad y compañerismo. Entre los 150 campesinos aportan lo que pueden para la alimentación de todos. De sus parcelas llevan bultos de yuca, pimentón y limones; de sus corrales pollos, gallinas y vacas; de sus alacenas sal, azúcar, panela, harina de maíz, chocolate y en ocasiones hacen colectas de dinero para comprar huevos o arroz. Ascamcat ha estado al tanto de que la comida no les falte.
Por tres días completos un grupo mínimo de seis personas queda a cargo del rancho, el improvisado lugar tras las Escuela en el que se preparan y sirven los alimentos. En el día y en la noche cada tres horas, dos campesinos cuidan las entradas al campamento. De ellos depende que ningún desconocido y menos portando armas ingrese al lugar.
Por medio de Ascamcat, jóvenes de Bucaramanga y Bogotá han llegado hasta Mesitas para cumplir una tarea específica a propósito de los 43 niños menores de 14 años que están en el campamento. Juegan con ellos partidos de futbol en la cancha de la escuela, pintan murales y carteles; realizan talleres de comunicación, y campesinos jóvenes y adultos presentan un noticiero que disfrutan al ver en una improvisada pantalla de tela blanca con ayuda de un proyector ubicado en el patio principal. En las noches, después de comer y lavar sus platos, la mayoría toma asiento y ve películas como ‘La estrategia del caracol’ o los videos que Carlos García, reporte de Prensa Rural ha publicado en internet desde el 24 de junio, en los que los entrevistados, son sus vecinos.
Son 150 personas las están casi siempre allí, pero durante el día, otras tantas van a sus fincas a revisar que todo esté en orden, alimentar a los animales y cambiar la ropa que llevan al campamento. La última noche de explosiones y disparos, casi 400 habitantes del corregimiento llegaron completamente aterrorizados buscando salvar sus vidas.
El campamento se mantendría hasta el 20 de julio, cuando esperan el gobierno haya tomado cartas en el asunto y se manifieste en otra forma diferente a la del Ejército. Desde este jueves es visitado por una caravana de buses, carros y motos en la que viajaron desde municipios cercanos, quienes se oponen a que situaciones violentas como la que viven los campesinos de Mesitas, se repitan. Los campesinos estuvieron acompañados por periodistas de algunos medios, el gobernador de Norte de Santander Edgar Díaz y Alcaldes de municipios del Catatumbo. “Las comunidades explicaron a viva voz lo que sucede en esa olvidada zona”.
Visitar el Catatumbo significa conocer un territorio de imponentes montañas que resguardan carbón, cobre, plomo, coltan, uranio y petróleo en sus profundidades y de las que brota café, cacao, aguacate, cebolla cabezona, maíz plátano y coca. Esta región, integrada por los municipios de Ocaña, Ábrego, Convención, Teorama, El Tarra, San Calixto, Sardinata, La Playa, El Carmen, Tibú y Hacarí es apetecida por empresas extranjeras dedicadas a la extracción de minerales e hidrocarburos. También por narcotraficantes.
Tal vez las primeras semillas de coca que fueron sembradas en Mesitas llegaron desde La Gabarra al menos doce años atrás. De cada cultivo salen tres cosechas al año. Los obreros que ‘raspan’ las hojas de cada mata se ganan 7.000 pesos por arroba entregada a los dueños; estos la pican con una guadaña y venden el kilo a 20.000 pesos. Esa, su única forma de subsistencia, no hace sentir orgullosos a los campesinos, pero en el Catatumbo como en Boyacá y Cundinamarca, la siembra de alimentos deja de ser una opción a medida que pasa el tiempo y abundan productos extranjeros.
La historia de familias enteras que a bordo de camiones han tenido que dejar sus hogares de un momento a otro para salvar sus vidas, solo la pueden contar quienes han pasado por eso. En ningún libro está escrito cuando llegaron los paramilitares a La Gabarra o a Tibú y menos, por qué el Ejército Nacional no es bienvenido en las veredas catatumberas, o de qué viven los habitantes de una región, no aislada sino marginada y tildada de ‘guerrillera’, que hasta hace apenas dos años sabe qué es alumbrar el interior de sus viviendas después de las 6 de la tarde con luz de energía eléctrica, como sucede en el corregimiento Mesitas, en Hacarí. Mientras no existió tal servicio, tenían que usar lámparas de keroseno, o velas.
En la cancha de la escuela, durante la madrugada del 3 de mayo del año 2012, aterrizaron helicópteros de los que se bajaron alrededor de 50 militares. Obligaron a los campesinos a salir de sus casas y sin documento alguno que les permitiera registrarlas, ingresaron a estas con el fin de hallar objetos que les permitiera incriminarlos con las guerrillas. No encontraron nada. Solo se llevaron por delante la estructura de una de las viviendas cercanas que quedó completamente averiada por el fuerte viento que levantado al despegar.
En otra ocasión, en Limoncitos, otra vereda de Hacarí, murió Julián Quintero, un muchacho de 20 años que iba hacia su casa en moto cuando se encontró con un retén del ejército instalado en la carretera. Los militares le dispararon varias veces y quisieron llevarse su cuerpo, pero ante el reproche de los campesinos que presenciaron la escena, eso no sucedió. Fueron funcionarios de la Personería y la Policía del pueblo, quienes hicieron el respectivo levantamiento del cadáver. Su familia lo lloró en medio de sentimientos de rabia e impotencia.
Este año, unas semanas antes de ser instalado el refugio, el ejército ametralló desde sus helicópteros hacia un grupo de quince personas que ni usaban camuflados ni intentaban esconderse bajo los arboles cargando fusiles. Eran campesinos que medio desnudos, se estaban bañando en el río San Miguel que pasa por las veredas Manzanares y Villanueva, preferido sobretodo por jóvenes y niños para sofocar el calor de las tardes. Sin embargo dejó de ser visitado desde entonces. Sí, cosas como estas suceden en la Franja de Gaza en oriente medio y también en Colombia.
En la Biblioteca Julio Pérez de Cúcuta solo un texto de tres tomos habla de los municipios del Catatumbo. Es la Monografía Ilustrada de Norte de Santander publicada por el periódico La Opinión en 1993. Aunque académico, sus páginas mencionan a los pueblos indígenas Motilón-Barí y Boquiní, “pacificados” por militares españoles y la iglesia católica hacia 1722 y casi exterminados por los rifles de ejecutivos estadounidenses de empresas como la Colombian Petroleum Company cuando defendían su tierra o ‘itta’ en lengua Barí, al ser descubiertos en 1940, los primeros pozos petrolíferos; estas ayudan a comprender el origen del tesón de quienes hoy no abandonarían de nuevo sus hogares ante la amenaza de invasores, vistos ya no a caballo, sino a bordo de camionetas de vidrios oscuros y helicópteros.
Cúcuta, la capital de aquel departamento refleja en sus calles ‘el rebusque’, el comercio informal de cachivaches y refrescos de fruta y hielo, obleas, bocadillos y galletas untadas con dulce de ahuyama a precio de huevo. Los cientos de vendedores sin salario fijo ni prestaciones sociales no nacieron allí, escaparon del campo, de la violencia generada por paramilitares, militares y guerrilleros que se enfrentan por dominar territorios y buscan entre los campesinos, a informantes de unos y a simpatizantes de otros para asesinarlos.
¿Y a quién le gustaría repetir aquella dolorosa historia?. Lo menos que desean los campesinos de Mesitas es alimentar más, los cordones de pobreza en las ciudades. Darán hasta el final la pelea por no dejarse sacar de su territorio, que aunque lejano, no guarda silencio.