La pandemia se constituye en una prueba más de que la historia, con sus fenómenos sociales, económicos, político, ambiéntales y culturales, es en su gran mayoría imprevisible.
Específicamente, en el campo cultural, la religión y la espiritualidad se encuentran, en las actuales circunstancias, ante el reto imprevisto de dejar de ver la muerte como un problema emocionalmente misterioso, cargado de miedos angustias y zozobras, para asumirla como parte de la evolución y la naturaleza humana. O como un problema técnico todavía por resolver (como se explica más adelante).
Los formalismos y protocolos fúnebres están cambiando y con ello las emociones y sentimientos colectivos. Y es posible que, cuando la pandemia se haya estabilizado o superado, algunos mitos y tabúes, propios de las pompas fúnebres heredadas de la España y la Roma imperial, hayan sido superados.
La ciencia y la religión tienen concepciones distintas frente a la vida y la muerte. La ciencia considera que la muerte es parte de la evolución y no “la paga del pecado”, ni producto de una disposición divina que da y quita la vida.
El miedo a la muerte
El arte medieval mostraba la imagen de la muerte en forma terrorífica y devastadora: vestida con capa negra y una cuchilla curva que llegaba por su elegido y se lo llevaba a rastras en medio de gritos de imploración. El filósofo y científico Yuval Noah Harari sostiene en Homo Deus que “en realidad, los humanos no morimos porque una figura enfundada en una capa negra nos dé golpecitos en el hombro o porque Dios así lo quiso”.
Precisa que en la muerte no hay nada metafísico: “Los humanos mueren por una falla técnica: el corazón deja de bombear porque no llega oxígeno, obturación de arterias, células cancerosas que se extienden por mutación genética, los gérmenes que se instalan en los pulmones porque alguien estornudó”.
Aunque la ciencia ha demostrado que las personas no mueren porque le haya llegado el turno, en la actual pandemia, algunas veces, si el contagiado muere, es “porque Dios así lo quiso”, y en caso contrario, si el paciente logra ganar la batalla y sale en medio de calles de honor de un centro asistencial, se debe “a un verdadero milagro”.
Sin embargo, seguimos impactados por los ritos de la muerte. En algunos pueblos de Córdoba, después de nueve noches de velorio, en las que se cree que el espíritu del muerto ha bebido parte del agua de un vaso que ha sido colocado en el altar, los dolientes lo echan a escobazos y trapazos, acompañados de gritos de insultos para que el difunto no vuelva y los deje vivir en paz. Y el luto, vestido de negro, sigue siendo, como en la antigüedad, una forma de protección ante la posibilidad de que el difunto regrese por alguien.
Obligados a cambiar
La pandemia les abre a las nuevas generaciones la oportunidad de erradicar las viejas costumbres religiosas y espirituales sobre el origen de la vida y la muerte, con lo que queda evidenciado que ahora es la ciencia la que le ofrece luces a las concepciones religiosas al tiempo que las fortalece.
Antes, desde el oscurantismo hasta los inicios de la revolución científica, los principios religiosos eran los que se imponían sobre las inquietudes, preguntas, hallazgos y descubrimientos científicos. La iglesia católica pretendía someter y desmentir a la ciencia por medio de la hoguera, el exilio y la retractación
Galileo Galilei fue una de las víctimas del Santo Oficio al tropezar con la oposición radical del Papa Urbano VIII, quien, no obstante haberse proclamado defensor del mundo científico, el 22 de junio de 1633, calificó a Galileo de hereje y lo condenó a cadena perpetua tras obligarlo a retractarse públicamente de sus tesis en la que descartó que la tierra se encontraba en el centro del universo.
El 31 de octubre de 1992 Juan Pablo II reconoció los errores cometidos por la iglesia, planteando al mundo católico la necesidad de conciliar a la ciencia con la fe y la razón, a partir de la valoración del conocimiento científico. Reconoció que “mediante las ciencias, podemos progresar en el conocimiento de la verdad”.
Es claro que los mitos, la fe y la religión no van a desaparecer por culpa de la ciencia y que de cualquier forma la espiritualidad ofrece protección psicológica frente a las tragedias. Sin embargo, lo que hoy, cuando ya somos capaces de mover extremidades “biónicas” con el poder de la mente, lo que se evidencia es que las religiones, con sus mitos y ritos deben actualizarse para no quedarse en el oscuro pasado y adoptarse a las exigencias del mundo global.
El que ahora las creencias miren hacia el mundo virtual, hacia Facebook, Twitter, Instagram, es un buen inicio para repensar la espiritualidad y el surgimiento de un Dios renovado, coherente con la “aldea global” de Marshall McLuham.
Los milagros por la ciencia
Para demostrar la necesidad que estos cambios religiosos y espirituales requieren vasta saber que en esta pandemia no ha habido un solo milagro, pero lo que abunda es el miedo a la muerte y el deseo de que los contagiados se salven.
Podríamos decir que la ciencia moderna y la pandemia están obligando, con dolores de parto, a la religión y a la espiritualidad a cambiar las reglas de juego, con efectos positivos hacia el imaginario colectivo.
De modo que estos hechos imprevisibles en la historia plantean la necesidad de analizar con más objetividad el mito de la muerte.
Hay que mirar hacia una nueva cultura en la que nuestros muertos sean recordados con alegría, comprender que el duelo no hay que vivirlo sino enfrentarlo y transformarlo en agradecimiento por la vida. Comprender que la pandemia no es un castigo ni está en los planes de nadie, y que la historia es imprevisible, no es lineal y no necesita de profetas ni prestidigitadores. Que el universo existe por sí solo.
(*) Periodista-Docente del programa de Comunicación Social de la Universidad del Sinú-Elías Bechara Zainum, Montería.