Si alguna acusación repiten los creyentes como un mantra en contra de los hombres de ciencia y de la ciencia misma, es la de ser prepotentes y faltos de humildad.
Y pocas afirmaciones me producirían más risa, si no fuera por la tragedia que encierra: la absoluta incapacidad de una franja mayoritaria de los seres humanos —los creyentes— para evaluar sus afirmaciones a la luz de las evidencias (o una férrea decisión de no hacerlo, lo que sería aún más triste).
La pasada semana asistimos al emocionante encuentro de la sonda espacial Philae con el cometa 67P/Churyamov-Gerasimenco.
Una epopeya que comenzó hace treinta años, con la decisión inicial de emprender el proyecto, y a la cual cientos de científicos de más de veinte países dedicaron su esfuerzo y trabajo durante ese tiempo.
Resulta sobrecogedor solo imaginarlo: dedicar lo que en algunos de los mejores casos representa la tercera parte de la vida laboral de una persona, a un proyecto que podría haber fracasado estruendosamente, como de hecho ya ha sucedido con otros emprendimientos aeroespaciales en el pasado.
La sonda pudo haber rebotado contra el cometa carente de gravedad (de hecho rebotó dos veces antes de aterrizar con éxito).
Pudo haberse posado sobre la superficie y haber fallado el anclaje.
Pudo haber fracasado el envío de un comando, pudo haberse congelado un cable, pudieron suceder montones de errores.
Y aun así, conscientes de las probabilidades de fracaso, los científicos decidieron dedicar lustros de trabajo a una empresa que, independiente de su carácter épico, solo representa un paso más en el recorrido gigante y vasto de la ciencia.
Donde algunos ven la prepotencia de los que desafían los confines del universo, yo encuentro la humildad de hombres sumando su aporte al bello objetivo de responder nuestras más profundas e inquietantes preguntas.
El grupo de Neurociencias de la Universidad de Antioquia ha comenzado este año las primeras pruebas clínicas en seres humanos en el marco de su búsqueda de una vacuna contra el Alzehimer.
Tanto el Dr. Francisco Lopera, director del proyecto, como los integrantes del grupo académico en cuestión, están conscientes de que su aporte es solo un eslabón en el hallazgo de la cura y de que con altísima probabilidad solo la siguiente generación disfrutará de una terapia plenamente efectiva.
Aún así han dedicado los mejores años de su vida profesional a engrosar los conocimientos que nos conducirán a un logro del que muy probablemente no sean testigos.
Así ha funcionado la ciencia desde sus inicios: todos los logros de nuestros héroes científicos se han levantado sobre el cúmulo de aportes de sus predecesores, muchos de ellos absolutamente anónimos.
Blaise Pascal, el científico y filósofo francés del siglo XVII que derivó hacia una fase mística los últimos años de su vida, solía defender la creencia religiosa con una frase a la que hoy todavía recurren los creyentes a la hora de cuestionar a la ciencia: “La grandeza de un hombre está en saber reconocer su propia pequeñez”.
Y coincido con la frase de Pascal, aunque, a diferencia de él, me pregunto de forma muy seria, cuál de los dos grupos en cuestión reconoce su pequeñez y cuál no.
En una esquina de esa discusión entre prepotencia y humildad están los científicos que asumen su tarea a cuentagotas, en silencio, conscientes del carácter finito de la existencia individual y sumando aportes de generación en generación.
Apostándole al permanente cuestionamiento de lo aprendido y adoptando la duda y la revisión como métodos.
En la otra esquina están los creyentes.
Los que afirman que la verdad en que creen es revelada y por eso incuestionable.
Los que afirman que el hombre es la más gloriosa criatura del universo.
Los que aseguran que el universo mismo, fue creado para ellos.
No sé a ustedes, pero a mi me queda clarísimo dónde está la humildad y dónde la prepotencia.
Fecha de publicación original: 17 de noviembre de 2014