La ciencia es uno de los mejores recursos con los que contamos para construir un mundo mejor, así como para darle sentido a nuestra existencia en la inmensidad del espacio y del tiempo; pero no es el único recurso con el que contamos, y no le daremos el mejor uso posible si lo tratamos exactamente como aquello que no es: un dogma.
Varias caricaturas de la ciencia abundan en los medios de comunicación y la cultura popular. Una de ellas corresponde al mito del científico aislado de la sociedad y del universo, enclaustrado en una biblioteca o en un laboratorio, enfrascado en insondables elucubraciones y misteriosos experimentos. Esta imagen, casi mística y probablemente derivada de las representaciones artísticas y literarias de los alquimistas de antaño, deriva fácilmente en el cliché del científico loco, que combina frecuentemente un tocado einsteiniano y teatrales pases de aprendiz de brujo.
Nada más alejado de la realidad de la ciencia: una actividad esencialmente colectiva, en la que prima el trabajo en equipo, el constante intercambio de ideas y la cooperación, tanto como la competencia, profesional.
Pero esa no es la única caricatura de la ciencia. Hay más. Por ejemplo, una muy nociva: la que difunde la idea de que la mayor parte de los científicos, y en general los académicos, buscan promover una agenda política de tendencia liberal o de izquierda. Esta caricatura suele ser pintada por los políticos que cultivan sus finanzas y sus votos a partir de la representación de intereses económicos de corporaciones o industrias ancladas en tecnologías que no les hacen conveniente moverse de un sistema de producción basado en la explotación injusta e insostenible de seres humanos y recursos naturales. Cuando los climatólogos anuncian un creciente consenso en torno a la emergencia del cambio ambiental causado por las fábricas, la producción industrial de comida, el uso de combustibles fósiles y la deforestación, ellos y sus hallazgos son estigmatizados por los políticos o comentaristas afines a estos ramos. Como se estigmatiza a los sociólogos, historiadores y filósofos que alertan a la humanidad sobre las consecuencias negativas e injustas del capitalismo desenfrenado, o a los que nos recuerdan una historia de nefastas alianzas entre algunas élites económicas, políticas y militares con criminales y ejércitos paramilitares.
Desde la otra orilla política también se pintan caricaturas de este tipo. Por ejemplo, el hecho de que algunas teorías del desarrollo económico hayan sido utilizadas por corporaciones multinacionales, grupos de poder internacionales y —no lo olvidemos— grupos de poder nacionales, para implementar políticas económicas excluyentes y extractivas, no quiere decir que los economistas, sus variados modelos, o el mismo concepto de desarrollo, sean esencialmente malignos. Así como tampoco debería parecernos tan obvia la aseveración según la cual el hecho de que las potencias europeas hayan colonizado militar, económica y culturalmente al resto del mundo entre los siglos XVI y XX, implica que la lógica, la racionalidad y el método científico son tentáculos intelectuales y epistemológicos del imperialismo.
Sin embargo, hoy quiero referirme especialmente a la caricatura contraria: aquella que pinta a la ciencia como una actividad desinteresada, a los científicos como unos seres políticamente impolutos, y al conocimiento científico como una verdad absoluta. Esta imagen tampoco es real, y también es nociva.
La actividad científica es una actividad humana. Como tal, hace parte de un complejo entramado institucional de reglas de juego sociales, está anclada, tanto en las estructuras psicológicas de la frágil y poderosa mente humana, como en las estructuras del poder social, y debe navegar sobre las fuertes corrientes de los cauces de la historia. Las fuentes del conocimiento científico, en su realidad social, no son solamente la lógica y la evidencia empírica; también lo son, a su manera, la perspectiva propia del científico y la de quien lo financia, la presión de los incentivos impuestos por el sistema de ciencia, innovación y tecnología al que se ve obligado a pertenecer, o los valores y creencias de la cultura a la que pertenece.
Pero al mismo tiempo, y también en la medida en que es una actividad esencialmente humana, la ciencia no es un costal de certezas que el científico arrastra consigo para sacar respuestas prefabricadas cada vez que alguien hace una pregunta sobre la sociedad, la vida o el universo. La chispa de la ciencia no es la certeza sino la duda, y el motor que la mueve es el cuestionamiento constante, sobre todo de sus propias preguntas y respuestas.
Por todo ello, la ciencia no es, ni debe ser, dogmática. Cuando abordamos discusiones tan importantes para nuestra vida y nuestro futuro, como las que giran en torno a la producción de alimentos, la ingeniería genética, las fuentes de energía o la vacunación, dejar de escuchar a la ciencia puede llegar a ser tan peligroso como escuchar solo a la ciencia.
Debemos otorgarle a la ciencia el papel trascendental que merece —y que desafortunadamente aún no le hemos dado— en la formulación de un sinnúmero de políticas públicas que requerimos con urgencia. Pero la ciencia solo podrá jugar ese papel vital en la vida humana, si logramos articularla con otros recursos de nuestra razón pública: una democracia más limpia, sólida e incluyente, un respeto racional hacia la diversidad humana, cultural y de saberes, una mejor protección de los derechos humanos, una educación gratuita de la más alta calidad abierta para todos, y una más profunda reflexión ética e histórica en el seno de nuestras sociedades.