Niños de 9 y 10 años son reclutados y utilizados por bandas criminales en Bogotá para trabajar en estructuras narcotraficantes. Ese podría ser el titular después de leer el Informe de Riesgo presentado por la Defensoría del Pueblo a distintas autoridades del gobierno nacional y distrital el 5 de febrero de este año. Son 28 páginas escalofriantes que describen con detalle el delito atroz del reclutamiento forzado en dos localidades de Bogotá: Ciudad Bolívar y Bosa. Niños que son reclutados en los colegios ofreciéndoles “bebidas, alimentos, pequeños regalos, dinero y en ocasiones elementos electrónicos para ganarse la confianza y la aceptación de los reclutadores…” dice el informe en la página 13. Luego, para acabar de completar el apocalíptico panorama, el informe denuncia que "posteriormente continúan con el ofrecimiento gratuito de pequeñas dosis de bazuco, coca, marihuana a los menores de edad con la finalidad de crear el hábito de la adicción”. Sí, a niños de 9 y 10 años. Decía que el titular podría ser ese, pero no. El titular, después de ver y oír las reacciones de autoridades como el alcalde de Ciudad Bolívar, Juan Carlos Amaya y la alcaldesa de Bosa, Diana Calderón, podría ser “acá no pasa nada, no hay reclutamiento, los niños están seguros, todo está perfecto”. Y es que después de la denuncia que hizo RCN La Radio, los dos alcaldes salieron a negarlo todo. Según ellos, en las localidades no hay presencia de bandas criminales, sino de delincuencia común que utiliza, para intimidar, el nombre de las bacrim. Y la discusión se detiene ahí, en un asunto menor, ¿o es que acaso importa que sean las Águilas Negras, los Rastrojos o los Abuelos los que recluten niños, los obliguen a traficar estupefacientes y los vuelvan adictos? ¿El punto no es, acaso, que hay delincuentes, con el nombre que sea, dedicados a reclutar y hasta prostituir niños y niñas en Bogotá? ¿No dicen los políticos en campaña, con la boca llena, que la infancia es la clave de un futuro próspero?
Vuelvo al informe de la Defensoría. Según los investigadores, en las dos localidades hay “presuntos integrantes de grupos ilegales que se autodenominan como Los Rastrojos Comandos Urbanos, las Águilas Negras Bloque Capital y posibles milicias urbanas de las Farc”. La población en riesgo, anota el informe, es de 300 000 personas y en una de las gráficas más alarmantes muestra cómo el homicidio en los últimos seis años entre la población juvenil entre 15 y 29 años ha aumentado en un 100%. Podría seguir citando las evidencias, comprobadas con testimonios y estadísticas, que abundan en el informe. Pero prefiero, en cambio, dejar algunas preguntas: si esa es la realidad en Bogotá, capital y centro del gobierno, ¿cómo será el panorama en las regiones más apartadas del país? ¿Por qué la insistencia de los alcaldes locales, el Gobernador de Cundinamarca e incluso el Secretario de Gobierno de Bogotá en negarlo todo y tratar de reducir el problema a un asunto lingüístico? ¿Por qué el señor Otálora, Defensor del pueblo, al ver que meses después no hay ninguna acción concreta ni resultado alguno, no sale en los medios a darle un espaldarazo a su informe y de paso a defender a esas 300 000 personas en riesgo? ¿No se supone que es esa su labor? ¿No le cree al informe? O lo que es peor, ¿le cree pero no le parece grave?
Planteo, al menos, una posible repuesta a la segunda pregunta: no sorprende que en Colombia el oficio del político (tan prestigioso en su definición griega) no sea más que la costumbre de denunciar como candidato lo que después se niega como elegido. O en otras palabras, nuestros ilustres estadistas son expertos, una vez en el cargo, en tapar el sol con las manos.