CIDH y JEP contra los goles y premios de montaña
Opinión

CIDH y JEP contra los goles y premios de montaña

Los colombianos estamos abocados a sacudirnos del viejo país, para ello necesitamos comprender que el fútbol y el ciclismo no son lo más importante

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julio 09, 2021
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Por estos días los colombianos somos testigos de dos importantes acontecimientos, que de cumplirse en otras naciones conmocionarían sus sociedades. Las Observaciones publicadas por la Comisión Interamericana de Derechos Humanos, dirigidas al gobierno de Colombia, y el auto de la Jurisdicción Especial para la Paz en torno a los llamados falsos positivos en el Catatumbo, reconocidos como crímenes de lesa humanidad.

Digo que en otros lares sus sociedades se sacudirían, porque lamentablemente aquí las cosas son distintas. Nuestra opinión pública se encuentra embebida por los escarabajos colombianos en el Tour de Francia, así como por los resultados de la Copa América de Futbol, para no mencionar la Eurocopa que se juega del otro lado del Atlántico, cuyos desarrollos ocupan la atención de los grandes medios informativos.

Por fortuna, y decirlo puede significar el estigma de traidor a la patria, Nairo Quintana está muy lejos de ser el temible escalador de otros tiempos, razón por la cual le va a costar mucho retener la camiseta de pepas rojas que ganó esta semana. Pobre consuelo si lo lograra. Del mismo modo, los tres pénales errados por los nuestros ante Argentina, también derrumbaron la otra fantasía, el título de la Copa América. Terceros, si tenemos suerte mañana.

Digo que por fortuna nos suceden esas cosas, porque permiten que la atención general se dirija a hechos realmente importantes, de enorme trascendencia para el futuro del país, como el informe de la CIDH y la providencia emitida por la JEP. El primero nos devuelve a la realidad del paro nacional y el tratamiento brutal que el gobierno colombiano destinó para él. El segundo nos reitera que el conflicto interno convirtió al Ejército Nacional en una máquina de horrores.

Son fenómenos tan propios de la vida colombiana, que de algún modo la mayoría se habituó a ellos sin la menor reflexión. Que la Policía Nacional sea una institución capaz de desatar la más indiscriminada violencia contra la población, y que efectivamente lo haga, lo sabe todo paisano que alguna vez haya participado en una protesta. También nos han enseñado a aceptar como natural que el Ejército Nacional cometa los crímenes más atroces en sus operaciones militares.

Difícil precisar con exactitud desde cuando son así las cosas. Los de mi edad pertenecemos a una generación que creció oyendo todos los días ese tipo noticias, las cuales debíamos aceptar sin chistar porque de ese modo funcionaba el mundo. Expresar inconformidad significaba poner en riesgo la vida. Cuando fui militante de la UP, en los 80, mi familia clamaba porque renunciara a esa política, me repetían que lo único que iba a ganar era que me mataran.

Ejemplos como los de Jorge Eliécer Gaitán y Rafael Uribe Uribe bastaban para demostrarnos que la mano criminal venía de muy atrás. El exterminio de la Unión Patriótica refrendaba que el crimen había dejado de ser selectivo para hacerse masivo. Lo reiteramos con el paramilitarismo y sus salvajes masacres, que como reitera Salvatore Mancuso a diario, fueron coordinadas con las fuerzas armadas, altos funcionarios del Estado e importantes personalidades.

País trágico el que nos tocó en suerte. En 1985 el gobierno nacional prohibió la transmisión televisiva del holocausto del Palacio de Justicia, y en su lugar dispuso que se transmitiera en directo un partido de fútbol del rentado nacional. Fueron miles y miles de jóvenes colombianos, mujeres y hombres, los que algún día tomamos la decisión de levantarnos en armas contra tanta infamia. Al final resultamos convertidos en los únicos responsables de todo lo malo que ocurría.

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Bajo el imperio de la Constitución del 91 se impuso el más acendrado neoliberalismo, y  ocurrieron las más numerosas y espantosas violaciones a los derechos humanos que consagró su texto

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Hace unos días se conmemoraron los 30 años de la Constitución de 1991, una carta fundamental rica en derechos y garantías para los ciudadanos, cuyos redactores no se cansan de celebrar con buena parte del país. La mejor prueba a la vez de que las leyes por sí no cambian las cosas. Bajo su imperio se impuso también el más acendrado neoliberalismo, y, paradójicamente, ocurrieron las más numerosas y espantosas violaciones a los derechos humanos que consagró su texto.

Un paso adelante y nada más. Como lo vino a ser el Acuerdo de Paz de La Habana, que puso fin a las Farc, las convirtió en partido político, creo la JEP y la Comisión de la Verdad, abrió las puertas a los derechos de las víctimas del conflicto, aceleró la democratización del país con mayor participación popular y de la oposición, impulsó la protesta pacífica y planteó soluciones al atraso rural y el narcotráfico. Como con la Constitución, la lucha es porque realmente se cumpla.

Por esa vía caminan las Observaciones de la CIDH y el auto de la JEP sobre los falsos positivos. A certificar verdades y aplicar justicia. Para que los colombianos podamos sacudirnos del viejo país, por encima del pataleo de sus arrogantes voceros, de los premios de montaña y los goles.

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