Cuando empezó a estudiar Ingeniería Industrial en la Universidad Javeriana de Cali Chupeta les contaba a sus compañeros como se haría multimillonario antes de cumplir los 30 años. Alcanzó a hacer seis semestres hasta que conoció a Miguel y Gilberto Rodriguez Orejuela. A Juan Carlos Ramírez Abadía su familia le puso el remoquete de Chupeta porque era el más pequeño, el más dulce de los cinco hermanos. Sin embargo era despiadado. Nunca le gustó discutir, si un socio no estaba de acuerdo con él lo mandaba a matar. A los Rodríguez Orejuela, quienes se hacían pasar por caballeros prestantes, no les iba esa manera de hacer negocios. Sin embargo, Chupeta era efectivo. De él fue la idea, en 1989, de contactar a un ex chofer de Miguel Ángel Félix Gallardo, el hombre que creó el Cartel de Sinaloa.
En Cali Joaquin Loera, alias el Chapito, no generó demasiada buena impresión. Pequeño, rechoncho pero con mirada intensa, se comprometió a invadir de cocaína los Estados Unidos. Desde México saldrían flotillas diariamente y lo haría en tiempo record. Por algo tenía en su nómina a Juan Esparragoza, mejor conocido como El azul, comandante de la policía mexicana que se había convertido en un padrino para los narcos mexicanos. El trato sería 40 por ciento para el Chapo, 60 para Chupeta. Entre 1990 y 1996 el Cartel de Cali exportó 400 mil toneladas a Estados Unidos gracias al Chapo. Por algo otro de los apodos que tenía el capo era el de “El Rápido”.Fueron los Narcos Colombianos los que volvieron una potencia del trafico de cocaína a los mexicanos.
Tenía 33 años y Chupeta tenía una fortuna desmesurada. Según las declaraciones que dio esta semana en Estados Unidos de su bolsillo habían salido USD$500 mil para apoyar la candidatura de Ernesto Samper. Por eso tal vez pudo entregarse con tranquilidad el 19 de marzo de 1996, cansado de la rumba que, junto a Pacho Herrera, hacían estallar las noches caleñas. Desde la cárcel de Villahermosa pudo operar con tranquilidad sus plantes de droga y sus envíos a los Estados Unidos vía Buenaventura. Era el dueño del Pacífico.
Su fortuna personal ascendía a USD$ 20 millones. Tenía criaderos de caballos, los laboratorios de medicamentos Disdrogas Ltda, constructoras, empresas de turismo, inmobiliarias, edificios, sitios de veraneo e innumerables apartamentos en la Costa Atlántica, Cali y Bogotá. Sus papás, Omar Ramírez Ponce y Carmen Alicia Abadía Bastidas eran sus testaferros. Salió dos años después y vivió tranquilo en Cali hasta el 2004 cuando pasa a la clandestinidad. Vanidoso, se operó tres veces la nariz, se mandó a ampliar la quijada, se partió el mentón, se ahondó las mejillas y se cambió la boca.
En el 2005 entró al Brasil con pasaporte argentino. Se hacía llamar Marcelo Javier Unjúe, médico Argentino nacido en La Plata. Lo acompañaba su tercera esposa, Jessica Paula Rojas. Su fortuna había aumentado a los USD$55 millones de los cuales entró 16 a Brasil. El resto lo dejó encaletado en el patio de una de sus casas de Cali. En Brasil puso una venta de automóviles y de motos náuticas. La policía le siguió la pista durante dos años. Creían que el hombre pertenecía a una red de lavadores de dinero. Chupeta empezaba a hacer los preparativos para una nueva cirugía plástica. Ya no era vanidad, era ganas de cambiar de rostro, de desaparecer. Además sentía que su última operación realizada en Estados Unidos había quedado mal. Su esposa también quería someterse a una lipoescultura.
El 2 de noviembre del 2007 una redada lo soprendió en su mansión. Fue el mismo Chupeta quien descubrió su identidad. Les abrió las cajas fuertes de donde sacaron USD$544.000, 250.000 euros y 55.000 reales. Del jardín de la casa sacaron dos millones de dólares más. Mientras tanto, en Cali, desentrañaban siete casas con caletas con USD$ 55 millones y 309 lingotes de oro.
Lo encerraron en Estados Unidos y desapareció durante 12 años de los titulares. A comienzos de esta semana reapareció con todo. Ante una Corte Federal de Nueva York confesó tantos crímenes que eclipsó al hombre que estaban juzgando, Joaquín “El Chapo” Guzmán. Chupeta buscaba con desesperación bajar a como diera lugar los 55 años de cárcel a los que había sido sentenciado. Entre sus macabras confesiones estaba la de haber mandado matar a 36 amigos, colaboradores y familiares del narco Victor Patiño Fómeque porque constituía una amenaza para él. Pagó, para perpetrar la masacre, USD$ 400.000. Confesó además haber dado USD$ 10 millones al Congreso de Colombia para hundir la extradición con Estados Unidos y haber donado USD$ 500 mil a la Campaña de Ernesto Samper. Del otro lado de la corte lo miraba el Chapo, con sus ojos negros pequeños, de mirada penetrante, impactado al ver que ese hombre de rostro figurado fue el mismo capo que encumbró su carrera como Narco.