Chitos y tinto, el almuerzo de un olvidado pueblo del Caribe

Chitos y tinto, el almuerzo de un olvidado pueblo del Caribe

Camino a Barranquilla se esconde un pueblo que tiene empresas marítimas que generan millones de pesos, mientras sus habitantes no tienen qué desayunar

Por: Wilfrido Jiménez Díaz
noviembre 08, 2021
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Chitos y tinto, el almuerzo de un olvidado pueblo del Caribe
Foto: Pixabay

Palermo es el pueblecito que usted puede apreciar, cuando entra a Barranquilla por la vía de Ciénaga, antes de cruzar el río Magdalena por el “Coloso del Caribe”, como algunos periodistas bautizaron al nuevo puente Pumarejo.

Su origen lo encontramos por allá en la década de los 60, cuando por la necesidad de la puerta de oro de Colombia de comunicarse con el resto del Caribe colombiano y con el interior del país, decidieron poner al servicio dos ferrys sobre el río Magdalena, para conectar el transporte terrestre entre la arenosa y el departamento del Magdalena.

Extensas filas de vehículos se apostaban a ambas orillas del río para esperar largas horas un turno en los mencionados trasbordadores para cruzar de un departamento al otro y en estas condiciones llegaron ahí, muchas personas que con el ánimo de ganarse unos pesos, vendían a los extenuados pasajeros, empanadas, arepas, caribañolas, chichas, etc, que les permitiera mitigar un poco el hambre propia de la espera.

Con el tiempo algunos decidieron, para guarnecerse de las inclemencias del sol y de la lluvia, construir elementales ramadas y ranchos que con el pasar del tiempo fueron dando paso a humildes casas donde se fueron acomodando para vivir y así nació el caserío, que luego de la construcción del primer puente, su gente se volcó a la pesca y a la siembra de hortalizas, pero la invasión del concreto a estos humedales, también ha acabado con estas fuentes de trabajo.

Palermo, ese pueblecito que en un principio fue conocido como El Kilómetro Cero es corregimiento del municipio de Sitionuevo y por su estratégica ubicación de comunicación entre dos departamentos, al frente de la metrópolis más grande de la costa atlántica colombiana, a orillas del río Magdalena y del mar Caribe, precisamente donde el primero verte sus aguas al último, se construyó un puerto marítimo-fluvial y tienen asiento varias empresas que diariamente generan millones de millones de pesos colombianos.

Pero esto contrasta con la triste realidad que hoy viven la mayoría de los habitantes. Por los compromisos de labor social que desarrolla la Fundación Cultura Caribe, en el transcurso de esta semana, quien escribe esta nota (acompañado de un equipo interdisciplinario) hemos estado visitando sus barrios calle a calle, puerta a puerta y ha sido para nosotros una dolorosa experiencia, al encontrarnos cara a cara con la necesidad, con el hambre y la miseria: calles intransitables por el barro que produce el vertimiento de aguas servidas a las mismas (porque no existe alcantarillado), casas totalmente inundadas cada vez que llueve, personas durmiendo sobre cartones y trapos deshilados y muchos que escasamente comen cualquier cosa, cuando el que trabaja en el rebusque callejero, llega a casa con algo para comprar.

Llegamos a una casita de tablitas (creo que así se llama el barrio), inundada por todos los lados. En el interior de ella vimos unos ladrillos para caminar de un lado a otro sin mojarse los pies, y en el fondo de la apocada “vivienda” estaba sentada, sobre unas cajas viejas de cervezas, una señora de unos 70 años aproximadamente que sostenía en una de sus manos una tasa de plástico, donde se lograban divisar unos chitos y en la otra, una totumita que contenía un poquito de tinto.

Mis compañeros y yo, instantáneamente nos miramos y como si nos hubiésemos puesto de acuerdo, dimos la vuelta para seguir adelante, pero una voz entrecortada pero amable se escuchó desde adentro de la morada: “Muchachos, no se vayan, vengan entren, no me ignoren”. Un respiro profundo, quizás colectivo, fue nuestra respuesta, teníamos que entrar y entramos. Nos dimos confianza y la señora Nohemí, como es su nombre de pila, nos contó la trágica historia de una sobreviviente de un desplazamiento forzado, de esos tantos que se dan en nuestra querida Colombia. Pero lo que nos partió el alma fue cuando remató su relato al decirnos: “Este es mi desayuno”.

No hay derecho. No hay derecho que en este, el país del Sagrado Corazón de Jesús, país que tiene tierra en todos los pisos térmicos del planeta tierra, costa en dos océanos e iglesias de todas la índoles y creencias cristianas, nos toque derramar unas lágrimas de dolor por tanta injusticia.

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