Nadie auguraba como el 6 de octubre de 2019, la historia reciente chilena se iba a romper. Nadie visualizó como un alza en los precios del metro de Santiago iba a derivar en un estallido social sin precedentes. Nadie esperaba que Chile enfrentara un terremoto político que sacudiría al país austral como ninguno de los sismos que ha enfrentado a lo largo de la historia. En el clamor de cambio social, una nueva clase dirigente emergía, reivindicando nuevos valores políticos y cuestionando las tradiciones y acuerdos de un pasado mediado por la estabilidad (o estancamiento) y la transición democrática. Ese terremoto se expresó de múltiples formas. Movilizaciones sociales de hasta un millón de marchantes, una votación masiva para derogar la constitución vigente promulgada durante el régimen pinochetista (reformada en 2005), una constituyente dominada por la centroizquierda e izquierda y la elección de un presidente como Gabriel Boric. Sin duda, un terremoto político.
Pero este terremoto fue mal interpretado por quienes fueron erigidos como ganadores electorales durante este proceso. Una vez fue conformada la asamblea constituyente, varios de sus miembros asumieron que los resultados electorales les otorgaban una carta blanca para construir una constitución que solo apelara a su sector. La puerta del dialogo se cerró en distintos momentos. Esta marginación no ocurrió solo con los movimientos más a la derecha del espectro, sino también con varios sectores del centro y la centroizquierda. Esa nueva clase dirigente condujo un proceso cerrado. La arrogancia es pésima consejera, y si a esta se le suma la responsabilidad de conducir el proceso de reestructuración política más importante en la historia reciente, el desenlace no podía ser distinto al registrado en las urnas hace unos días: el proyecto de constitución fue rechazado masivamente por la ciudadanía chilena.
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Miembros de la constituyente asumieron que los resultados electorales les otorgaban carta blanca para construir una constitución que solo apelara a su sector
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Este desenlace fue sorpresivo. Aunque la victoria del rechazo había sido vaticinada por todas las encuestas previas, el margen de derrota fue notablemente mayor al esperado (una diferencia de 3.028.168, 23,74%). En 338 de 346 comunas, la opción rechazo terminó superando al apruebo. Varias de las zonas que se habían convertido en fortines para la izquierda chilena como las comunas de Peñalolén, La Florida, Pudahuel o Santiago rechazaron el texto constitucional. La oposición a esta propuesta no surgió solo en la derecha. Pinochet no revivió, como aseguró el presidente Petro en una desafortunada intervención e interpretación de la decisión del pueblo chileno. Un resultado tan contundente solo puede erigirse a partir de una coalición más grande y representativa de ciudadanos. En el seno de la centroizquierda, por ejemplo, surgieron varios movimientos que buscaban aprobar o rechazar con miras a reformar. Esto indicaba que las molestias de este sector al texto constitucional propuesto eran claras. Quienes abogaban por “aprobar para reformar”, estaban convencidos que la promulgación de este texto constitucional, con ajustes en el futuro, era la salida política más optima; quienes abogaban por “rechazar para reformar” argumentaron que rechazar esta propuesta podría permitir generar un nuevo texto constitucional más optimo y ajustado a la realidad chilena.
En todo caso, la palabra reformar es clave para el futuro cercano de Chile. La victoria del rechazo no implica que el estallido social y varias de sus reivindicaciones estén muertas, tampoco implica que la constitución de 1980 o la figura de Augusto Pinochet haya revivido de forma contundente. En una elección histórica, los chilenos siguieron mandando mensajes contundentes. Han dejado claro que buscan cambios estructurales, y que estos estén plasmados en un nuevo texto constitucional. Lo que han rechazado los chilenos en las urnas hace unos días fue una propuesta extensa, compleja y poco dialogada. Lo que debe buscar una nueva propuesta es un texto más concertado, sencillo y que incorpore a sectores políticos que se sintieron aislados como la centroizquierda. Por ahora, Chile continúa siendo un terremoto político que no cesa.