Dentro de las muchas publicaciones que han aparecido para rememorar los 50 años del asesinato del presidente chileno Salvador Allende, a manos del General Augusto Pinochet el 11 de septiembre de 1973, probablemente ninguna haga suficiente claridad sobre los proditorios antecedentes que terminaron por llevar, una vez más, a que un pueblo latinoamericano sufriera por la vía de las armas de sus militares el arrasamiento sangriento de su democracia y economía y la persecución inmisericorde de sus ciudadanos.
Por cierto, un hecho nefasto harto conocido en la historia de nuestras débiles repúblicas, donde el Estado jamás logró consolidarse como tal, por haberse dedicado tempranamente a cumplir quehaceres menos elevados para las roscas vivas que se lo tomaron, mientras descuidaba los que le daban dignidad y gobernabilidad seguras ante todos sus pares terrenales.
Territorios yermos apenas disponibles para la torcida dependencia a la que nos sometieron los imperios que nos descubrieron, y a los que tuvimos que recurrir después para asomarnos a la modernidad. Sumisión que llega hasta la castración mental que producen hoy sus enajenantes instrumentos de información, incluso en personas que, por la educación que uno cree recibida, no llegarían a tales niveles de obsecuencia e ignorancia.
Es el caso del periodista chileno que declaró sin parpadear que aún añoraba la dictadura de Augusto Pinochet, pues fue su gobierno el que instauró, antes que el resto del mundo, el neoliberalismo. Como si al hecho falso, agregara, para nuestros empobrecidos países, que semejante dogma depredador resultó un avance económico.
Hermógenes Pérez de Arce, director de medios durante la dictadura y con 16 libros a cuestas, sostiene hoy que “El país estaba en una situación desesperada y el resultado final fue que se convirtió en el primer país de América Latina en crecimiento, en desarrollo humano y en un país mucho más rico y con menos pobreza. Su política sirvió de ejemplo incluso a países más desarrollados, porque la libertad económica nunca había sido aplicada tan extensamente como en el caso de Chile.
Incluso ha habido intelectuales ingleses como Niall Ferguson, que dicen que los militares chilenos fueron los primeros en aplicarlo y que (Margaret) Thatcher y (Ronald) Reagan vinieron después. Así que la dictadura chilena tuvo un efecto socioeconómico en todo el mundo.”
Que Chile estaba en una situación desesperada, es cierto. No solo porque su subdesarrollo eterno fruto de la dependencia económica de las grandes potencias jamás facilitará caminos diferentes, sino que decisiones como las tomadas por Salvador Allende en contra del sistema capitalista, iban a generar conspiraciones ajenas tanto económicas como políticas que solo agravarían la situación no solo de Chile sino de cualquier otra nación latinoamericana que lo intentara, como era ya tradición histórica nuestra.
Los buenos resultados que le endilga al golpe son falsos, ya que estos se lograron mucho después de 1981 que dejó de gobernar Pinochet, gracias a varios regímenes democráticos que siguieron al del dictador. Habrá que reconocer que lo hicieron en buena parte debido a la herencia neoliberal que le dejó a los ricos chilenos y multinacionales ventajas insuperables y al resto de la población grandes desigualdades de ingresos, consecuencia de las privatizaciones masivas, desempleo del 30% y pobreza abismal, así haya detenido la hiperinflación y el déficit fiscal exagerado del momento del golpe.
Pero lo que no podría afirmar como positivo ni el más ingenuo e inculto de los opinadores latinoamericanos es que la política de Pinochet sirvió de ejemplo a países más desarrollados por la libertad económica radical que aplicó. Poner a Chile y a Pinochet de ejemplo de algo positivo en este caso, es un contrasentido, cuando su actuación fue servir de lerdo ejecutor de un viejo proyecto depredador para su país, lo que era simplemente improbable de ejecutar en cualquier entorno donde privara una pizca de razón.
Como fue implantar -bajo una dictadura y a muerte, y como único camino- un dogma filosófico libertario, craneado desde 1947 en Mont Pelerin (Suiza) por economistas, políticos y filósofos conservadores -unidos por el miedo al socialismo soviético de entonces- y dirigidos por Milton Friedman, para inyectárselo al modelo económico capitalista en franca crisis real y teórica.
Un engendro jamás explicado antes ni después, que permaneció en nevera durante 26 años, pues era algo impensable de llevar a cabo en países con alguna noción de Estado, democracia, partidos políticos vigentes, sindicatos y clases medias educadas. De ahí su demora hasta que el gobierno derechista de Richard Nixon y su nefasto secretario de Estado Henry Kissinger, consideraron que, dada la situación caótica que le crearon al Chile de Allende, había llegado el momento de ponerlo en práctica y comprobar su viabilidad.
Su implementación también estaba fríamente calculada. Fruto de la vieja alineación ideológica de derecha de Chile con Estados Unidos, desde 1956 estudiantes de economía de la Universidad Católica viajaron a estudiar en la Universidad de Chicago las ideas libertarias de Milton Friedman y Friederich Hayek: Estado mínimo, iniciativa privada, recorte de salarios y apertura del mercado al extranjero, reducción del gasto público y control del presupuesto, constituyeron objetivos de los llamados Chicago Boys de vuelta a su patria.
Contaban para su tarea con un país manejable, la sustentabilidad de las exportaciones de minerales y la masiva privatización de empresas e instituciones públicas que favorecerían a sus clases altas y multinacionales ávidas de ganancias fáciles en sectores esenciales subastados, que sumados a los recortes de salarios y personal, eran razones válidas para -asegurada la represión sobre la sociedad- crear un laboratorio perfecto donde funcionara el nuevo modelo neoliberal.
Y como el modelo debía ser pródigo en resultados, con Chile entraron al experimento Uruguay también en 1973 y Argentina en 1976, bajo la represión política de la denominada Operación Condor gestada desde la dictadura chilena y atribuida a un Estados Unidos empanicado con el comunismo, y que dejara miles de torturados, encarcelados, asesinados y desterrados en varios países de Latinoamérica.
Previos golpes de Estado a sus democracias y centrados sus dictadores en desmantelar sus naciones, aplicar las reglas del mercado y dar beneficios a sectores privilegiados -en lo que ya los habían precedido Brasil, Paraguay y Bolivia- pusieron los 3 manos a la obra.
Catalogados por los expertos neoliberales en depredación como grandes poseedores de riquezas públicas, Argentina y Uruguay sufrieron el mismo proceso acelerado de pérdida de aquellas y precarización del empleo mientras el resto engrosaba la pobreza, dejando ganancias desorbitadas para sus clases altas y las multinacionales de Europa y Estados Unidos.
Procesos absolutamente alevosos pero seguros para que estos poco esforzados ganadores se convirtieran en ejemplos y difusores del modelo de capitalismo salvaje y convencieran con sus fabulosas ganancias a sus respectivos países, en especial a las élites de los países desarrollados de Europa, que asumir el modelo representaba toda una opción. Ir por todo aquello que había generado el estado de bienestar y los bienes públicos, incluidos industrias, ferrocarriles, servicios públicos de muy vieja data, etc., constituían un botín nada despreciable.
Una Europa para entonces estancada y sin proyectos económicos por parte de sus políticos -incluida la izquierda que ayuna de ideas fue primero víctima y luego gestora del ya considerado dogma- encontró posible dicho camino a manos de la derecha dura. Además, con todos los apoyos posibles, desde las decanaturas de economía cooptadas para el efecto, medios de información, inversionistas, industriales, empresarios, bancos y sectores financieros.
Neoliberalismo que finalmente se hizo posible en el Viejo Mundo en 1981 –una vez el asalto a Latinoamérica había producido ya grandes frutos y efectiva propaganda- en el gobierno de la primera ministra de la Gran Bretaña, Margaret Thatcher. Política conservadora que llegó al poder en 1979, y tras la llegada a la presidencia de Ronald Reagan en USA en 1981 -ocho años después de la tragedia de Chile- formaron la llave para imponerle el hiperliberal dogma -que como tal no necesita explicaciones sino imposiciones- al resto del mundo, en especial al subdesarrollado.
Entonces, antes que protagonistas de algo rescatable para la humanidad en el Chile de hace 50 años, que sería lo único para añorar a nuestros semejantes y sus obras, lo que disfrutamos a borbotones los latinoamericanos -descontado nuestro patético subdesarrollo- es una ingenuidad y sometimiento infinitos para juzgar bueno y propio lo que se pasó de trágico para nuestros pueblos por cuenta de objetivos económicos perversos y personajes ajenos dignos de toda condena.