Durante muchas décadas ser comunista significaba ser un hombre recto, lleno de ideales, un refugio para todos aquellos que huían de las inequidades e injusticias que pululan en este mundo infecto. Crecimos con la imagen de que un intelectual por encima de cualquier cosa tenía que ser un socialista, un hombre de letras necesariamente tenía que ser un hombre de izquierdas. Desde Estocolmo lo entendían así. Por eso si acatabas las órdenes de Moscú podrías acceder con mayor facilidad al Nobel. Si bien Octavio Paz o Alexander Solzhenitsyn accedieron al máximo galardón de las letras teniendo una posición crítica con la Unión Soviética, genios de la talla de Borges, Orwell, Bernhard, críticos acérrimos del totalitarismo rojo, fueron sistemáticamente ignorados por la academia sueca.
El joven aspirante a esnob en el tercer mundo sueña con engrosar las filas del Partido Comunista. Organizan grupos de lectura donde lo único que importa es reclutar jóvenes incautas y proponerles en medio de una borrachera, obtenida a punta de canelazo y aguardiente de 3.000 pesos la garrafa, hacer el amor y no la guerra. He estado en sus reuniones, ¡he sido uno de ellos! Y yo como nadie conozco su pobreza mental, su ignorancia galopante, su resentimiento perpetuo. Tratan de ser pobres dignos pero ningún pobre digno es borracho. He compartido sus mesas y los he visto comer como cerdos con la boca abierta, chorreando por las comisuras de los labios pedacitos de huevo tibio. La mayoría son incapaces de conseguir un trabajo digno “por aquello que decía el compañero Marx, tu sabes, el trabajo aliena” y aunque no les queda claro que es una alienación se quedan todos los días hasta altas horas de la mañana en la cama viviendo de lo que les pueda ofrecer la mamá o la novia de turno.
Son sucios, aburridos y egoístas. Viven en un mundo de sueños del cual difícilmente podrán salir. Están encerrados en él y sobreviven gracias a la armadura que han hecho con su megalomanía. No te dejan hablar ni a ti ni nadie. El otro les importa un comino. Qué terrible esta época en la que nos tocó vivir, no solo tenemos que soportar las miserias que ha dejado el capitalismo sino que ahora tenemos que aguantarnos el desprecio que sienten los socialistas del siglo XXI hacia la gente.
Se creen mejor que los demás porque han leído tres o cuatro contraportadas más que el resto. No tienen ningún tipo de trabajo social ni les interesa que el vecino sepa o no sepa leer. Con el cuento de la autogestión se las pasan lagarteando con el político de turno. Son misóginos, arriados, perezosos y tarados. El socialista del Siglo XXI sueña un mundo en donde todos tengan su misma desgracia, su misma falta de talento y mediocridad.
Desprecian y atacan al más débil pero con el fuerte son sumisos. Todo el tiempo están hablando de sí mismos, de sus logros, la mayoría creados en su mente, en pleno trabajo comunitario les da por hablar de ellos mismos y aparece entonces el único precepto con el que son fieles y consecuentes: el Yo. Yo al almuerzo, Yo a la comida, Yo cuando hablo con un indígena, Yo cuando le pido minutos a la señora de la esquina, Yo en un partido de fútbol. Los demás mortales, los pobre güevones que tenemos que levantarnos temprano a trabajar, tenemos la obligación de mantenerlos, de conservar vivas y activas sus mentes privilegiadas, mentes que iluminan los oscuros senderos que se abren en esta era.
Conozco muchos chavistas, tengo un tío chavista, un cuñado chavista, un suegro chavista. Debo ser muy de malas con los chavistas pues pero todos los que conozco, como personas, dejan muchísimo que desear. Sé que cada uno de ellos puede ser capaz de matar hasta su propia madre con tal de que la revolución triunfe y les pueda dar lo que ellos más quieren: una pensioncita que les llegue puntual a principios de mes y les permita tener el lujo de comprar el libro de moda, el traje de moda, la droga de moda. Odian el caviar y el buen whisky pero si en una fiesta les ofrecen seguramente serán los que más coman, los que más beban. Eso sí, no agradecerán nada, comerán con la boca abierta y beberán hasta enlagunarse y en el fragor de la borrachera no dudarán en meterle la mano en el escote a tu tía de 75 años.
Ahora que van para dos años sin la luz cegadora de Chávez, ya se metieron en la cabeza que Maduro es un líder brillante, aguerrido y valiente y si el Comandante Eterno lo eligió como su sucesor sus razones habrá tenido: hay que recordar que Chávez nunca se equivoca, ni siquiera cuando sale de la muerte disfrazado de pajarito o caballo.
Nicolás Maduro, qué duda cabe, es el líder que merece el socialismo del siglo XXI, un prohombre que está a la altura de todos esos chavistas que quieren hacer la revolución tendidos en su cama.