Chapecoense y la capacidad colectiva de llorar
Opinión

Chapecoense y la capacidad colectiva de llorar

Lo que acaba de ocurrir en el Atanasio Girardot es una perla de respeto y solidaridad, el ejemplo que Colombia necesita y una esperanza en esta tierra herida por la polarización

Por:
diciembre 02, 2016
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No guardo memoria de un de acto de solidaridad tan conmovedor alrededor de un hecho de dolor como el que organizaron los antioqueños en el Atanasio Girardot el miércoles pasado. No había que estar allí. Bastaba escuchar la radio para conectarse de inmediato con la energía de 40 000 asistentes que lloraron la muerte trágica de los jugadores del Chapecoense y su comitiva ocurrida a comienzos de la semana.

Vestidos de blanco, blandiendo pañuelos, con velas, los paisas , a su vez, conmovieron al mundo y, ni que decirlo, a los brasileños. “Todos somos Chapecoense”, decía una inmensa pancarta exhibida en la gramilla del estadio. Niños soltaban bombas infladas con helio a medida que se pronunciaban, uno a uno, los nombres de los futbolistas muertos en el accidente del avión de Lamia.

Ejemplo de lo que Colombia necesita urgentemente y que, ojalá, pudiéramos aplicar en otros ámbitos. Llorar por los jugadores del equipo rival, el Chapecoense, que el miércoles pasado se iba a enfrentar al Atlético Nacional en la final de la Copa Suramericana, pedir que el título de campeón le fuera otorgado de manera póstuma, abre una esperanza en esta tierra partida y herida por la polarización, los rencores y los prejuicios frente a lo diferente.

Hubo más de ochenta muertos en la celebración de aquel cinco a cero hace 23 años. Han muerto hinchas a manos de miembros desbocados de las barras bravas, bien por haber perdido o ganado un partido. Las autoridades no han sabido que hacer para regular el comportamiento de hinchas apasionados y furiosos en Bogotá, Cali o Medellín.

Y más allá de la violencia asociada a los campos deportivos, han muerto más de 220 000 colombianos en 50 años, han desparecido 25 000 y han sido desplazados ocho millones. Y, sin embargo, no hemos logrado, como sociedad, sentir y compartir el enorme dolor de las víctimas.

 

En la polarización colombiana de siempre,
pareciera que hay víctimas que merecen compasión,
las de mi bando; las demás, las del “enemigo”,  no importan

 

Al contrario, en la polarización colombiana de siempre, pareciera que hay víctimas que merecen compasión, las de mi bando; las demás, las del “enemigo”,  no importan. “No estarían recogiendo café”, dijo un connotado líder al referirse a los chicos de Soacha asesinados en eventos de falsos positivos, quien, a su vez, fue víctima por el asesinato de su padre. La indiferencia frente a las madres de Soacha no tiene nombre como tampoco lo tiene el olvido frente al dolor de las familias de los militares caídos en estas cinco décadas, para mencionar sólo dos aspectos del abanico del dolor.

Pareciera que nuestro comportamiento cosificara las personas, las convirtiera en objetos para patear. No solo en términos que pueden culminar con la eliminación física del adversario, sino en el trato cotidiano, en la manera en que dirimimos las diferencias entre nosotros. Basta ver el lenguaje arrasador en las redes sociales con su carga de agresividad, simplemente por diferencias de opinión.

De ahí que lo que acaba de ocurrir en el Atanasio Girardot es una perla de respeto y solidaridad. Como si el acto de Medellin hubiera sido organizado por el Dalai Lama, el líder que pregona la compasión universal. Hay una llave ahí, sobre la que deberíamos reflexionar y actuar en consecuencia.

La consigna de “Todos somos Chapecoense” podría expresarse también en otra, como “Tu dolor es mi dolor”.

 

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