Chapecoense, la tragedia del 2016

Chapecoense, la tragedia del 2016

Un mes después de accidente aéreo, recordamos en una crónica de largo aliento diferentes retratos, la jornada más dolorosa del año pasado

Por: Eric Palacino Zamora.
enero 10, 2017
Este es un espacio de expresión libre e independiente que refleja exclusivamente los puntos de vista de los autores y no compromete el pensamiento ni la opinión de Las2orillas.
Chapecoense, la tragedia del 2016

Desde la más oscura y lejana bóveda de la noche llegó el silbido humeante. Como un alarido aborrecible se internó en la niebla, atravesó los ramajes, cercenó árboles y vientos para incrustarse en la cima del cerro el Gordo. Los perros de las veredas vecinas ladraban al unísono y con furia, los motores de la aeronave se extinguían como una música remota y siniestra, mientras los hombres del grupo de rescatistas adscritos al Cuerpo de Bomberos de la Unión y la Ceja Antioquia, iniciaban su travesía hacia la gran cicatriz de la montaña, donde 71 vidas se apagaban de tajo, entre los muñones de hierros retorcidos del que fuera el avión de la ilusión Chapecoense.

Tras un recorrido extenuante desde las poblaciones del oriente antioqueño, los rescatistas adivinaban a la distancia la dimensión de la tragedia, esa atmósfera que han aprendido a reconocer, esa textura trazada por voces agonizantes, por el trepidar de sus pasos sobre caminos fangosos, por el estremecimiento de sus propias palpitaciones y de las íntimas reflexiones de porqué los cuerpos gráciles se transmutan ya en volátiles átomos, ya en materia inerte.

Bajo la lluvia que perlaba sus cascos y empapaba los driles, se abrían paso por el escarpado trecho, tan oscuro y denso que se tragaba las lucecitas de las linternas, pero no impedía la expedición de los decididos integrantes de la primera cuadrilla que llegaba a las entrañas de la desgracia.

Habían transitado 17 kilómetros desde la Unión, el municipio donde los más trasnochadores se habían quedado en un mutismo infinito, cavilando sobre la providencia y encendiendo veladoras a Nuestra Señora de las Mercedes, la advocación católica que protege al pueblo desde el altar mayor de la iglesia, desde los escapularios de bomberos y policías, y desde las estampitas que casi todos los vecinos de este poblado del oriente antioqueño portan en sus billeteras. Allí muy cerca de la población, envuelta en un manto de neblina, los integrantes de la cuadrilla de salvamento, llegaban a la escena de la tragedia.

Con aparejos y cuerdas arribaron como enviados de Dios a la estancia gélida: extenuados por la travesía, con sus ropajes cubiertos de sudor y barro, acometían la primera inspección al sitio donde se advertían fragmentos de latas esparcidas entre la híspida maleza. Los focos soportados en las manos temblorosas de los hombres de salvamento fueron desnudando la crudeza del siniestro aéreo. Uno de los bomberos reportaba por su radio los detalles del drama, la confirmación de los presagios del puesto de mando, la sombrías sensaciones que compartieron los veteranos voluntarios, quienes se quedaron en base para coordinar las operaciones de grupo de avanzada. ¡El Avro RJ 85 es un recuerdo!; fue el reporte que escucharon en el receptor, apenas audible por la intermitencia de voces entrecortadas.

Caminado entre las alas estranguladas, y luego de superar la sección trasera de la aeronave, reducida a un amasijo de latas, los rescatistas adivinaban en medio de los retazos de fuselaje, veteados de lodo y pasto, las vocecitas tenues, la tibieza de los pasajeros que se resistían a la muerte en medio de un olor húmedo y terroso.

Seis vidas, seis sobrevivientes, se decían los valerosos rescatistas. Izaron sus camillas, limpiaron las lágrimas y el barro de los rostros desconcertados. Traían a la vida a seis valiosos seres humanos, los incorporaron en las ambulancias que los llevarían a los centros de atención médica; donde Alan, Helio, Jackson, Rafael, Erwin y Ximena, continuarían la lucha por mantenerse como los testimonios de vida en medio de la desolación que deja el malogrado vuelo de La LAMIA.

Despuntaba el 29 de noviembre, otra fecha imborrable, una madrugada que nos recordaba como la fatalidad, sin aviso, es la condición que termina vidas de manera temprana, que trastorna historias de sueños, de goles y campeonatos, en retratos a blanco y negro de cuerpos inertes, en registros forenses, en relatos de rabia e impotencia ante esas fatídicas coincidencias donde tiempo y espacio se conjugan para tronchar nuestros destinos.

¡Viven!

Las imágenes de esa noche aún desfilan en los amaneceres de desvelo del técnico de aviación Erwin Tumirí, quien en su país y fuera de peligro repite el cuadro a cuadro, que ha podido reconstruir observando videos y recortes de prensa.

Un polvo de lluvia fusilaba el apartado paraje del Cerro Gordo la noche del 28 de noviembre. Entre los fragmentos de avión diseminados en la montaña, rescatistas y policías albergaban una sensación extraña de abandono, como si la mano de providencia divina se hubiera espantado de esa montaña de fango y horror. Los dos grados bajo cero taladraban sin tregua y las fuerzas parecían abandonarles mientras superaban los barrancos, sucesión de planos inclinados que los obligaba a agarrarse de pastos y arbustos en un ascenso de fatiga y desesperación.

Levantaban latas y pesadas piezas del fuselaje de la aeronave en busca de alguna señal, un lamento, un llamado, algún indicio de la mirada de Dios en las coordenadas, codificadas en guarismos y grados que parecían diluirse, en las pantallitas titilantes de los gps que orientaban la ansiedad del puñado de hombres decididos a salvar vidas en ese apartado paraje de Antioquía.

Bajo una grasa atmósfera que condensaba sus propios hálitos, los hombres de la Fuerza Pública, quienes también habían acudido al lugar, recorrían cada rincón de la silenciosa concavidad que dejó el avión en su descenso de vértigo, una fosa trazada por la aeronave convertida en daga, que mutiló un ejército de árboles para incrustarse precisamente en la corona de la montaña.

El alboroto de los rescatistas con las luces de linternas, que se chocaban en los reflectivos de sus propias chaquetas, impermeables y fijacks, como luciérnagas que no lograban derrotar la infinita oscuridad, enmarcó otro milagro en la montaña, esta vez, de la mano de un dedicado hombre de la Policía de Antioquia: el intendente Willington Rodríguez.

El uniformado reconoció bajo los retazos de metal y refundido entre la espesura verdosa, que expedía un intenso olor a limo y savia de árbol recién mutilado, un estremecimiento, una respiración baja y luego una voz de auxilio que fue creciendo, adquiriendo su dimensión humana, en la sudorosa, extenuada y menuda figura del técnico de vuelo Erwin Tumirí.

Rodríguez se retiró su chaqueta, se la ofreció con la devoción de un padre que ha encontrado a su extraviado hijo. Muy cerca otro de los policiales improvisó su celular como linterna y por azares encendió la cámara del móvil, logrando un testimonio del milagro. Las gráficas del rescate, las palabras del joven integrante de la tripulación del avión de LAMÍA buscando a sus compañeros, esa voz de abrigo y aliento del Intendente quedaron en la memoria del aparato de comunicación de este ángel protector de la Policía Nacional de Colombia.

Dispuesto en una camilla el técnico de aviación boliviano fue extraído del lugar. Cuatro días más tarde, revelaría que los ocupantes del vuelo apenas advirtieron el momento del impacto, que no hubo ningún anuncio desde la cabina, y la delegación procedente de Santa Cruz Bolivía consideraba que se trataba de un descenso normal. Las luces que se apagaron y luego el impactó quedaron como los últimos recuerdos de la experiencia de Erwin Tumirí como técnico de vuelo de la comprometida empresa de aviación LAMIA.

Sobre las 4 y 25 minutos de la mañana, la zona era de desolación. El entusiasmo de los rescatistas por encontrar cuerpos con vida, daba paso a las confirmaciones, vía radio, del hallazgo de cuerpos inertes, que eran amortajados en una penosa labor. El lodazal se iba cubriendo de unos montículos blanquecinos que inundaron la escena, al lado de guayos y camisetas hechas jirones, donde apenas era posible observar el emblema del Club Chapecoense

De una manera instintiva, el subteniente Marlon Lengua, quien realizaba un último recorrido en el área; atento a cualquier movimiento, adivinó entre la membrana acuosa e impenetrable en que se había convertido el aire en esa madrugada, un murmullo, un débil lamento y llamó a uno de sus compañeros para que verificará si esa voz era una alucinación: y no, no lo era, los uniformados se convertían en testigos del último milagro sucedido en la montaña de cerro Gordo, el formidable defensor del Chapecoense Helio Neto estaba vivo.

Muy cerca, entre un ejército de árboles tronchados, otros grupos de salvamento lograban encontrar con vida al periodista Rafael Henze; también a los jugadores Jackson Follman, y Alan Ruschel, así como a la asistente de vuelo Ximena Suárez quienes tendrían una segunda oportunidad luego de ser extraídos de la zona del siniestro. Los deportistas y el comunicador encargado de trasmitir sus hazañas deportivas, se encontrarían en el Hospital San Vicente de Ríonegro donde cumplirían la última parte de su atención médica, previo al regreso a Brasil. La bella azafata plenamente restablecida, regresaría a Santa Cruz de la Sierra- Bolivía.

Atrás quedaban los compañeros fallecidos, el herrumbroso cascarón vacío de la aeronave, el misterio de los instantes que se vivieron en ese diminuto punto del firmamento, cuando los instrumentos del avión mostraban a los pilotos, en números de verde lumínico, 9000 pies de altura y una posición en una esquina del cielo cifrada en los 05° 58’ y 43.56” norte y 075°25’7.86” este.

Horas críticas.

Poco antes de las tres de la mañana, el doctor Guillermo Molina, quien encabezaba el equipo de médicos en turno esa madrugada del 27 de noviembre en la Clínica San Juan de Dios de la Ceja- Antioquía, enfrentaría uno de los desafíos más importantes de su carrera profesional; intentar mantener con vida, a tres sobrevivientes del siniestro aéreo, que un grupo de valientes rescatistas había logrado arrebatar a la muerte, allí las estribaciones cercanas a la Unión- Antioquia, el sitio geográfico que ya invadía los titulares de prensa a nivel mundial.

Esa madrugada los relojes parecían ir a un ritmo distinto dependiendo del lugar de los acontecimientos. Los minutos eran apenas fracciones para los socorristas en esa batalla por estabilizar a los heridos y, en contraste, la espera era insufrible para los médicos y enfermeras, que en alistamiento de los protocolos de criticidad, contaban largos minutos hasta que el ulular de sirenas de ambulancia acabó con la ansiedad.

¡Que caprichos tiene el destino!, fue la expresión el vigilante del centro médico, en tanto apuraba un sorbo de tinto y registraba el nombre del paciente y fecha de ingreso en el libro de novedades del hospital. Tenía razón el guardia, por esas extrañas conjunciones que nos ofrece la vida, Alan Ruschel, el formidable lateral izquierdo del club brasileño Chapecoense, ingresaba al pabellón de urgencias muy cerca de la televisión de la zona de espera, donde un canal deportivo reproducía las mejores imágenes del partido disputado por el equipo verde de Chapecó y el San Lorenzo de Argentina.

Así mientras Ruschel, el de la televisión empotrada en un acceso a la institución médica, hacía cierres precisos en el estadio Arena Condá ,en la unidad de cuidados intensivos, el de carne y hueso se debatía en escalofríos contra el dolor insufrible, resultado de una grave lesión en la décima vertebra que obligó al cuerpo de galenos a intervenirlo con carácter de urgencia en coordinación con personal especializado de la Clínica Somer de Ríonegro.

Un integrante del personal de apoyo en emergencias, pudo registrar el nombre de Alan Luciano Ruschel en la bitácora de ingreso. Canalizado y con asistencia de respiración, el defensor zurdo de 26 años era llevado en estado de conmoción, mientras en la radio ,de una de las enfermeras, se confirmaba que solo uno de sus compañeros de la defensa lo había logrado. Denner Bras el lateral izquierdo con el que compartía la titularidad de la posición, los centrales Filipe Machado y Mathias da Silva, los alternantes de la zona derecha Guilherme Gimenez y Mateus dos Santos, el rendidor William Thiego se quedarían en el recuerdo de Ruschel, mientras que Neto, precisamente el líder de la línea del fondo del Chpaecoense, continuaría a su lado, en la disputa más dificil de su existencia; lejos del campo de juego, en una unidad de cuidados intensivos.

Quince días después del siniestro aéreo, Ruschel se recuperaba satisfactoriamente de la operación de columna, con un reporte de estado crítico pero con movilidad de brazos y piernas. Ya en camino de rehabilitación seguramente podrá reconstruir los recuerdos de esa noche, que sólo el podrá definir como de fatalidad y milagro, cuando Johan Ramírez, un campesino de 15 años bautizado como el Ángel de la tragedia, guio a la cuadrilla de salvamento que pudo traerlo desde el sitio de accidente a librar una batalla en el quirófano y luego en el proceso de rehabilitación.

Retorno a casa.

Cuando Helio Zampier Neto, el emblemático defensor central de Chapeoense, ingresó en estado crítico a la Clínica San Juan de Dios de la Ceja, los médicos, debieron doblar esfuerzos para atenderlo, y disponer un lugar en la unidad de cuidados intensivos, muy cerca de su compañero del bloque defensivo del equipo Alan Ruschel.

Esa jornada, la más intensa en los cincuenta años de existencia de la clínica, los galenos, provistos de dispositivos y pantallas que monitorean cada ínfima pulsación, suturaron, corrigieron, aplicaron sustancias mágicas para interceptar procesos infecciosos y de inflamación, retornaron huesos, complementaron tejidos, reestablecieron estructuras celulares y órganos lesionados, en resumen, trajeron a Neto desde los estertores de la muerte, le dieron la posibilidad de ser un testimonio de vida en medio de la adversidad.

“Servir con Humanización”, se lee en una de las carteleras del centro clínico, premisa que comparten desde las jóvenes enfermeras hasta su director médico; el doctor Luis Fernando Rodríguez, profesional que ha estado al frente de la recuperación del jugador brasileño, con una dedicación digna de los miembros de la orden religiosa y hospitalaria sin ánimo de lucro con 10 centros de atención en todo el país.

Rodríguez, otro héroe anónimo que está lejos de los reflectores de la prensa y con un trabajo silencioso, en uno de los primeros reportes de la condición del paciente, confirma que Neto ha sido intervenido quirúrgicamente por una lesión a nivel de tórax, además de lesiones de cabeza con compromiso de fractura de cráneo.

Tras días de intensa lucha contra las complicaciones del postoperatiorio en la clínica del oriente antioqueño, el doctor Rodríguez logra manejar la coagulopatía (la sangre no coagula correctamente) a partir de transfusiones sanguíneas, que permitieron el posterior traslado a la fundación San Vicente de Rionegro, donde el doctor Ferney Rodríguez, director médico de esta institución, logró terminar el tratamiento y la estabilización previa a su traslado primero a Manaos y luego a Chapecó la mañana del 15 de diciembre.

En Brasil, los médicos bajo el liderazgo del facultativo Marcos André Sonagli, ortopedista del Chapecoense, seguramente terminarán la obra maravillosa de recuperar a los tres jugadores que ya regresaron a ese país. La intervención divina puso en el camino de los futbolitstas a los doctores colombianos Luis Fernado y Ferney como figuras visibles de sus equipos médicos.

Ruschel, Neto y por supuesto Follman, el arquero chapecoense, que derrotó dos veces a la muerte, la primera en el cerro y la segunda en las redes sociales donde se anunció de manera infame la falsa información de su suicidio, dejaron en Medellín a sus santos protectores, los de carne y hueso, que a diferencia de las vetustas estatuillas de yeso que huelen al alcanfor, visten batas impecables y exhiben una vocación por el oficio que respalda una postulación para nombrarlos beatos en la cosmogonía religiosa del fútbol.

Un réquiem.

Con la reaparición de Chapecoense el 29 de enero de 2017 se rendirán homenajes, precisamente dos meses después de haberse registrado el pavoroso accidente que se llevó 71 vidas: episodio donde además de los jugadores, fallecieron periodistas e integrantes de la tripulación.

De manera contradictoria, a instancias del accidente del verde de Chapecó, conocimos a profundidad de la historia de un extraordinario colectivo de jugadores y seres humanos que fueron capaces de llegar a la final de la Copa Suramericana tras 43 años de una historia construida peldaño a peldaño, desde divisiones inferiores, pasando por las categorías C, B hasta que llegó al torneo de primera.

Junto a la gesta deportiva que los puso en el fatídico itinerario a Medellín, el 28 de noviembre de 2016, descubrimos a la promisioria población ubicada en el Santa Catarina, de gran importancia por la actividad agrícola que allí se desarrolla; y también tuvimos la posibilidad de desentrañar las irregularidades en los servicios de operación aérea por parte de la empresa boliviana Lamía.

El accidente del Chapecoense fue, en definitiva, esa ventana que nos develó valores y antivalores, confirmándose ese viejo axioma en cuanto los momentos críticos muestran los extremos de nuestra condición humana. Así; los medios registraron la grandeza de los rescatistas de la Unión , La Ceja, Rionegro y Carmen de Viboral, de los policías y bomberos, militares e integrantes de la Fuerza Aérea, la tripulación de la helinave Angel del Cielo la helinave bautizada con el bello nombre de Ángel del Cielo, el valor del niño Johan Ramírez, descrito por la prensa como un ángel quien ayudó las operaciones de rescate, el temple del policía Willinton Rodríguez, salvador del técnico de vuelo Edwin Tumiri, del coraje de Sergio Marulanda, el joven quien en su camioneta 4X4 se internó en la montaña para apoyar; el arrojo del policía Marlon Lengua que llegó al sitio donde Neto dejaba sus últimos alientos; la solidaridad del periodista de Mioriente.Com David Blandón, que dejó su cámara a un lado y decidió ayudar a evacuar heridos del lugar; también del profesionalismo de los miembros de los equipos médicos de las instituciones San Vicente de Rionegro, San Juan de Dios de la Ceja y Clínica Somer.

Por supuesto el valor del periodista Rafael Henzel, el sobreviviente de la delegación de 21 comunicadores que viajaban a Medellín a cubrir el partido y del tesón por mantenerse con vida de la joven azafata Ximena Suárez, quien a sus 27 años y desde su natal Santa Cruz de la Sierra considera la posibilidad de volver a volar, aunque aún no destierra de sus pensamientos la última estampa del avión, que a la distancia, semejaba el pellejo de fauno gigante que dejó de ser ave para mutarse en reptil.

La tragedia igualmente suscitó las más hermosas expresiones de solidaridad y precipitó imágenes que hubieran sido improbables en otro contexto: el abrazo de seguidores de equipos rivales, el lleno total del estadio de Medellín para honrar la memoria de los jugadores, la dedicación y esmero de tantos colombianos, que desde diferentes responsabilidades, dieron su mejor esfuerzo para hacer menos doloroso el episodio, registrado como uno de los más dramáticos en la historia del deporte.

En vía contraría, recordaremos las actuaciones de los responsables de la aeronave, en cabeza del piloto y copropietario de la compañía LAMIA, quien a la luz de las indagaciones preliminares, jugó con el destino de los ocupantes del vuelo 2933, en un suicida ejercicio de llegar al destino, apenas con las reservas necesarias de combustible, desatendiendo los protocolos y estándares internacionales, como lo confirmarían las conversaciones del capitán Miguel Quiroga y su copiloto Ovar Goytia, registradas en la caja negra y documentadas bajo la investigación rotulada como el expediente INV-COL -16-37-61 A de la Aeronáutica Civil Colombiana.

Chapecoense ahora es un mito, los reportes del accidente serán fuente documental de libros y películas. Ya otros dramas ocurridos en Colombia para el mes de noviembre, como la avalancha de Armero y la caída del avión de Avianca, han servido para realizar laureadas producciones literarias, periodísticas y cinematográficas.

En la memoria de colombianos, bolivianos y brasileños quedarán esas imágenes de la aeronave impactada, el homenaje en la capital antioqueña con un estadio Atanasio Girardot, invadido por banderas verdes con los escudos del Nacional y el Chapecoense fundidas en un solo emblema y el vuelo de palomas y el cántico de los nacionalistas en homenaje al Chapecó. Será imposible espantar la nostalgia cuando veamos saltar a la cancha al renovado Chapecoense, y repasemos los retratos de su propio campo deportivo, el Arena Condá, recibiendo con aplausos el cortejo de ataúdes escarchados por la lluvia de un sábado muy triste y luctuoso.

El cántico final desde las graderías del estadio donde tantas veces ganaron partidos, los acordes fúnebres de trompeta, los póstumos honores militares, las voces de aliento al técnico Luiz Carlos Saroli Caio Junior y los 25 integrantes del plantel, que retumbaron en el fortín del equipo verde como una música queda, darán paso a los ruidosos torcedores que regresarán con inclaudicables sueños de títulos y copas, las lágrimas ya pronto serán de éxtasis y felicidad, retornará la catarsis libertaria que redime a este pueblo agricultor de 200.000 habitantes de su rutina, se instalará de nuevo la alegría al campo donde el Chapecoense se instauró con caracteres de leyenda como el equipo inmortal.

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