A principios de la década de los 50, después de la guerra civil en la que estuvo inmerso gran parte del interior del país a raíz del asesinato del líder político Jorge Eliecer Gaitán, el joven escritor Gabriel García Márquez llegó a tierras del Cesar en compañía de su amigo; el compositor Rafael Escalona y de quien siempre conservó una gran admiración por las crónicas de sus cantos. Gabo figuraba en ese entonces como un hombre desconocido, sin fama alguna, ciertamente influenciado por la música vallenata y siendo un absoluto seguidor de los buenos acordeoneros de ese tiempo, además de dedicarse a la venta de enciclopedias, en municipios como Valledupar, La Paz y gran parte del departamento de la Guajira. Esa amistad fundada con Escalona, lo llevó a recorrer lugares y a descubrir personajes que con los años transcenderían en sus novelas, así como ocurrió en el municipio de Manaure, a donde llegó accidentalmente y en donde conoció a uno de los personajes, al que posteriormente el mismo llamaría José Prudencio Aguilar, quien sería el rival que José Arcadio Buendía mató con una lanza en la gallera. Como resultado de ese suceso, el fantasma de Prudencio persiguió a los Buendía hasta en el sueño y obligó a huir del pueblo a los fundadores de Macondo en Cien años de soledad.
“Hay dos pueblos cercanos, pero muy distintos, que se llaman Manaure. El uno es una sola calle muy ancha, con casas iguales, en una meseta verde de un silencio sobrenatural. Allí llevaban a mi madre a temperar cuando era niña. Tanto me habían hablado de ese pueblo medicinal en casa de mis abuelos, que cuando lo vi por primera vez me di cuenta de que lo recordaba como si lo hubiera conocido en una vida anterior. No era allí donde vivía el matrimonio feliz, pero Rafael Escalona, el sobrino del obispo, se equivocó de camino cuando íbamos para el otro Manaure. Estábamos tomando una cerveza helada en la única cantina del pueblo cuando se acercó a nuestra mesa un hombre que parecía un árbol, con polainas de montar y un revólver de guerra en el cinto. Rafael Escalona nos presentó, y él se quedó con mi mano en la suya, mirándome a los ojos.
-¿Tiene algo que ver con el coronel Nicolás Márquez? -me preguntó.
-Soy su nieto.
-Entonces -dijo él-, su abuelo mató a mi abuelo.
No me dio tiempo de asustarme, porque lo dijo de un modo muy cálido, como si también esa fuera una forma de ser parientes. Era un contrabandista de la estirpe legendaria de los Amadises y, lo mismo que ellos, era un hombre derecho y de buen corazón. Estuvimos de parranda tres días y tres noches en sus camiones de doble fondo, bebiendo brandy caliente y comiendo sancocho de chivo en memoria de los abuelos muertos. Pasaron varios días antes de que me confesara la verdad: se había puesto de acuerdo con Escalona para asustarme, pero no tuvo corazón para seguir las bromas de los abuelos muertos. En realidad se llamaba José Prudencio Aguilar, y era un contrabandista de oficio, derecho y de buen corazón. En homenaje suyo, para no ser menos, bauticé con su nombre al rival que José Arcadio Buendía mató con una lanza en la gallera de Cien años de soledad” (Vivir para contarla, 2002).
Para esa década, Manaure, el de la serranía, empezaba a convertirse en un pueblo frecuentado por un grupo de parranderos que surgieron en su momento; estableciendo unos fuertes lazos de amistad, en la medida en que iban sintiéndose influenciados por los ritmos y letras que ha inspirado el vallenato; en los que estaba el médico y escritor Manuel Zapata Olivella, Poncho Cotes, Rafael Escalona, Juan Manuel Mugues, Leandro Díaz, Emiliano Zuleta, el acordeonero Juan López y el mismo Gabo. Siempre atraídos por esa pasión de departir entre amigos, por la belleza de ese lugar; por la apacible frescura de su clima; por el olor inconfundible de la guayaba que se desata entre su extensa frondosidad, y a su vez, como atraídos por la interminable corriente del río que baña el paraje “La Tomita”, propiedad del señor Estaban Canales, lugar que servía como punto de encuentro de los bohemios que partían de Valledupar o La Paz para llegar a Manaure (Cesar) que, a manera de balcón, recibía a cuanto forastero o provinciano decidía cruzar esa zona llena de encantos y leyendas que transcenderían muchos años después en la historia del vallenato y en las obras de los escritores que fueron partícipes de esas integraciones y de esas eternas nostalgias.