La derrota de César Gaviria fue estruendosa y por partida triple, sí, por partida triple. Primero, perdió con Federico Gutiérrez (al que apoyó en su errática campaña del “Pacto de la Picota”); segundo, perdió con la captura del senador Mario Castaño (uno de sus protegidos y al que le terminó otorgando el aval contra toda evidencia); y tercero, perdió con Rodolfo Hernández (al que apoyó bajo la mesa).
Con Gaviria pierde ese gavirismo que convirtió al liberalismo en un partido anquilosado; fosilizado en la “gobernabilidad” de la derecha
—como vagón de cola del uribismo—; y desconectado de las inquietudes ciudadanas.
Si Gaviria fuera un dirigente con altura histórica comprendería, con cierta humildad y perspectiva, que lo más sensato que podría hacer sería encaminar el liberalismo hacia una profunda reestructuración ideológica. Entender que el partido no puede seguir fungiendo como una “moneda de cambio” para asegurarle algún puesto de figuración nacional a Simoncito —el mismo que no sabía leer—; que el partido Liberal —reivindicado en sus gestas históricas a lo largo de toda la campaña presidencial— trasciende a sus mezquindades y miopía.
Porque al expresidente le queda difícil administrar ese legado del liberalismo histórico; es más, creo que no entiende ese legado liberal como el eje constitutivo de ciertas mentalidades sociales que transformaron la historia del país a lo largo del siglo XX.
A Gaviria el Partido Liberal le quedó grande y en franco homenaje a la memoria de López Pumarejo, Gaitán y Gabriel Turbay (restituidos por Petro en decenas de plazas) debería dar un paso al costado y permitir que una nueva generación de liberales asuma la dirección del partido en un momento de transición histórica.
No sé si Gaviria tendrá esa grandeza. Lo dudo. Desde hace algunos años viene manejando el partido como una microempresa familiar —en eso no se diferencia de los hermanos Galán— y hasta trasladó el directorio a la sala de su mansión en los cerros de Bogotá.
Su único empeño se reduce a asegurarle un posicionamiento presidencial a Simoncito y tal vez retirarse con la tranquilidad de allanarle el camino a la Casa de Nariño (así se comporta como el expresidente conservador Misael Pastrana Borrero). Nada más le importa.
Y en ese empeño familiar profundizó la entrega del liberalismo al uribismo. Así lo hizo en 2018 cuando cerró filas con Duque y nuevamente en 2022.
A Gaviria no le importó que la gran mayoría del país invocara un cambio, una necesaria transformación de las prácticas políticas, un rechazo a la política tradicional, no vio problema en adherirse al continuismo de Duque (el peor presidente de la historia reciente) y abrazar a Federico Gutiérrez en plaza pública. Sin duda, César Gaviria llevó al partido Liberal a su punto más bajo y errático.
Y la historia podría ser diferente, pues Petro no dudó en tenderle la mano (y lo volverá a hacer como presidente). Pero Gaviria no aceptó, seguro no vio en Petro la disposición de asegurarle a Simoncito la presidencia en 2026. Algo que sí vio o acordó con Federico Gutiérrez.
Lo más patético es que Simoncito no ha hecho ningún mérito para posicionarse ante la opinión nacional y lleva años alejado de la discusión pública. ¿Y así quiere ser presidente?
Tiene el liberalismo la oportunidad de renovar y actualizar su plataforma, acercarla a una socialdemocracia real y profunda. A las inquietudes de una ciudadanía que no opera bajo las lógicas del Frente Nacional. Estoy seguro de que en un gobierno del Pacto Histórico las condiciones estarán dadas para avanzar en ese camino.
Para ello, Gaviria debe dar un paso al costado y permitir que las nuevas ideas se tomen el partido. Si no lo hace, pues el liberalismo seguirá siendo su moneda de cambio en su obsesión por convertir a Simoncito en presidente. ¿Merece el "glorioso Partido Liberal" tal decadente destino?