“Murieron el mismo día: 23 de abril de 1616”. Así lo ha convenido el mundo cultural que hoy lo conmemora, a cuatrocientos años de la fecha final que unió a los dos grandes de las letras, que no se conocieron pero, entre ellos hubo tanta afinidad que no faltó quien dijera que los dos eran uno y el mismo. Es sabido que Shakespeare leyó la primera parte del Quijote, donde está la historia de Cardenio que el bardo inglés retomó para uno de sus dramas. Crearon, cada uno, un género propio: la novela y el teatro moderno, nada más y nada menos.
Dos escritores que por poco agotan la literatura universal; incluso uno podría pensar que lo que vino después fue el intento cifrado de escribir un Quijote, un Hamlet o un Falstaff... De lo que no cabe duda es que las parejas de ficción que se inventaron luego y se hicieron célebres en la novela, el cine, el comic, la televisión, etc., provienen todas de Quijote y Sancho. (Incluyendo Batman y Robin).
Pero hubo en aquel tiempo otra cosa nueva, extraordinaria: la invención del ensayo, género literario que se debe a don Michel de Montaigne ( López por su madre), genio casi contemporáneo de los otros dos; se sabe que Shakespeare fue lector de Montaigne; una de las seis firmas manuscritas conocidas del poeta de Stratford-on-Avon quedó estampada en un ejemplar de la edición inglesa de los Essais.
Borges afirma que tanto Cervantes como Shakespeare fueron hijos de Montaigne; <<Cervantes –dice Borges- fue el hombre comprensivo, indulgente, irónico y sin hiel, que Grussac, que no lo quería, pudo equiparar a Montaigne>>. Género feliz el del ensayo; tardío entre nosotros, Borges lo supo llevar a cimas muy altas del arte, con los signos imprescindibles en su carácter de literatura, pensamiento y ficción.
Y es Borges, justamente, quien nos dice en un ensayo sobre Quevedo que este “no es inferior a nadie, pero no ha dado con un símbolo que se apodere de la imaginación de la gente. Homero tiene a Príamo que besa las homicidas manos de Aquiles; Sófocles tiene un rey que descifra enigmas y a quien los hados harán descifrar el horror de su propio destino; Lucrecio tiene el infinito abismo estelar y las discordias de los átomos; Dante, los nueves círculos infernales y la Rosa paradisíaca; Shakespeare, sus orbes de violencia y de música; Cervantes, el afortunado vaivén de Sancho y de Quijote…”
Así, pues, las obras que perduran, según el gran maestro de El Sur, son aquellas que lograron idear un símbolo que los hombres no olvidan. Es el caso de los dos inmortales que hoy nos ocupan; aunque ninguno de ellos, bueno es decirlo, se propuso la inmortalidad.
Sin embargo, sus nombres padecieron más que nadie los embates de la gloria. A Shakespeare le fue negada la autoría de su obra, su propia existencia fue puesta en duda; la envidia, universal, suprema, anónima, también arremetió contra Cervantes, esta vez personificada en Avellaneda, autor de una segunda parte falsa del Quijote. A su debido tiempo Cervantes dio cuenta del apócrifo en su obra, incluso supo su verdadero nombre y no lo dijo para que este que no pasara a la posteridad.
La existencia de Miguel de Cervantes también fue puesta en duda; pero gracias a Quijote, que lo lee y comenta en sus propias páginas (“ de un tal Cervantes”), este pudo sobrevivir; caso único de un autor que llegó a parecer menos real que su criatura; ironía o gracia de la ficción que la realidad no impugna.
Guiseppe Tomasi di Lampedusa, en un bello ensayo, anota sobre Shakespeare y Montaigne algo que vale también para Cervantes, y los define a los tres:
“El espíritu del Renacimiento destilado hasta su última esencia y vertido en un vino todavía áspero y de rústico aroma, preparó el licor embriagador con que estos escritores nos regalan.
“Sus artes difieren; pero las ideas, en cambio, son las mismas; en ambos encontramos la misma a-religiosidad unida a una común emoción ante las vivencias religiosas de los otros, la misma conmiseración universal teñida de un algo de desprecio, el mismo propósito encarnizado de desmontar el mecanismo de la psique humana, el mismo escepticismo sereno: me refiero a ese escepticismo que no rechaza nada con un <no> apriorístico, sino que acepta más bien todas las opiniones con un <si> de irónica condescendencia. Tanto uno como otro observan el hormigueo humano con una mirada penetrante, y se confiesan incapaces de sacar ninguna conclusión concreta (<La vida es un cuento contado por un idiota, lleno de bulla y furia, que no tiene ningún sentido>) salvo la necesidad de mostrarse piadosos: a menudo, para distraerse de tan amarga contemplación, ríen con las muecas y volteretas de estos pobres simios apaleados.
“Ambos son enemigos acérrimos de los sistemas prefabricados”.
Nada mejor, creo, que las palabras del autor de El Gatopardo para incitar a una lectura de celebración de estos grandes autores, nuestros contemporáneos - qué duda cabe -.