Jaime lleva los buñuelos, María bate la natilla, Julian la pintura y Beto, que tiene buen pulso, pinta el Papá Noel en el suelo. Los niños cierran la calle con piedras y un sol esplendoroso calienta el asfalto. Es navidad, la excusa perfecta para dejar los problemas atrás.
En los barrios del norte es impensable que el espíritu navideño alcance para cerrar una calle y hacer una verbena Las puertas de las casas permanecen cerradas, las ventanas tapiadas impiden que la música, en cualquiera de sus géneros, salga. Muchos salieron a Cartagena, a San Andreas, a Nueva Orleans. La alegría parece estar restringida a los barrios del Sur.
En el centro la navidad apenas se siente. La alcaldía consideró que iluminar la ciudad iba en contravía de las políticas de austeridad energética que había impuesto el fenómeno del niño. Si quieres escuchar a Guillermo Buitrago, a la Billos, si necesitas ver los años viejos rellenos de pólvora debes caminar, bajar hasta la 19, cerrar los ojos, llenar los pulmones de los olores navideños. Los saltapericos, los voladores, el olor a muchacho relleno, a tamales, a niñez.
En Barrio Molinos, en Tunjuelito, Rubiela recorta triángulos de plástico blancos y rojos. Tararea Dame tu mujer José y, de reojo, comprueba que la natilla esté en cocción. Son las tres de la tarde y todo está listo para la novena. El barrio no tiene un club de lujo, no lo necesitan. La calle, que estuvo llena de huecos y polvorienta hasta que llegó Petro, se cierra. Los bafles afuera, las parejas zapateando una salsa, las nubes agolpadas arriba. Ni la lluvia podrá borrar la alegría.
Los niños piensan que el mundo sería mucho mejor si siempre fuera navidad. El jueguito de pedir plata para el año viejo los entusiasma. En el barrio al muñeco con cara de Donald Trump le dan de comer voladores, bengalas y torpedos. Comerá tanto que explotará el 31 de diciembre. En el Norte se escucharán, a lo lejos, los ecos de la pólvora. El viento arrastrará los gritos de alegría. Por una vez en el año los del norte envidiarán a los del Sur.
Bogotá la fría, la silenciosa, se une en un solo abrazo. Ningún conductor se enfurece al ver las piedras, las ollas sostenidas en un improvisado fogón de ladrillo que aviva una llama. Los tamales alcanzan para los trescientos bailarines. La lechona con la boca abierta espera ser descuartizada. No necesitan a Jesucristo para que multiplique los panes y los peces. Alcanza con la generosidad de cada quien. No necesitan playa, palmeras o calor. El sur de Bogotá, del 16 al 31 de diciembre, es una fiesta.