El paraíso debe ser un lugar muy aburrido, Dijo Cerati en una de sus últimas entrevistas al cana CityTv de Bogotá.
El paraíso debe ser un lugar muy aburrido, pensé yo. Ya lo había pensado cientos de veces cada vez que oigo el discurso cristiano sobre el lugar final al cual vamos. Si es que vamos.
De seguro Cerati se refería a ese mismo tipo de cielo. Al cielo lleno de ciudades de oro, donde siempre está de día y no se siente nada: ni frío ni calor. Como en la tele, como en las revistas.
El caso es que con la muerte de Cerati se han muerto muchos tipos de paraísos personales, no necesariamente cristianos. Se ha muerto, por ejemplo, la fascinación de esperar el próximo de sus álbumes.
Por los últimos 30 años, uno de los rituales más importantes de mis amigos más cercanos, ha sido el de elucubrar sobre cómo sería el próximo disco de Cerati.
Tiempos buenos, tiempos malos, nevadas, trabajo sucio, trabajos fáciles, fases de rehabilitación, veranos alcohólicos, crisis familiares, grandes temporadas de amor, hemos vivido en mí círculo, casi siempre por separado. Cada una de estas gestas mediadas por los álbumes del músico argentino. Tal vez un poco por los de Charly también o por los de Fito o Calamaro.
Cada disco nuevo marcaba una nueva época. A Charly y a Fito y a Calamaro le perdimos el rastro hace años. Yo por lo menos no les volví a creer.
A Gustavo nunca. Siempre se le esperó, era menos prolífico, más dedicado a superarse en cada nueva obra. ¿Reinventarse? Es una palabra muy del argot. Palabrita trillada.
¿Con qué irá a salir Cerati ahora? Nos preguntábamos entre cervezas en cada uno de nuestros esporádicos encuentros, otrora más frecuentes, hoy muy escasos.
Y es que Cerati te ofrecía ese tipo de paraísos, paraísos de sonido y tal vez se le haya olvidado, cuando dijo esa frase en City TV.
Pero cada uno de sus trabajos es un paraíso en sí. Un paraíso, como el Dynamo o el Doble Vida, que se iba desgastando con el paso del tiempo y con la obsesiva repetición de sus canciones en la radio, claro está. Pero que todavía conserva el aspecto quintaesencial de las fotografías veladas, con un pasado mejor.
Muchas cosas han logrado separarnos de los amigos. De los verdaderos quiero decir. Todos ellos, coincidencialmente, mediados por las canciones que escuchábamos cuando las patotas para ir a rumbear eran de 10 o 20 personas.
Luego las peleas, los celos, las envidias, el tiempo, los viajes, el cambio de personalidad, las calamidades domésticas, las esposas absorbentes y la inercia de calendario lograron su misión definitiva y natural: que cada uno tome su propio rumbo.
También la muerte ha tenido su rol preponderante. Tal vez el más protagónico. La muerte de la inocencia, quiero decir. Como Cerati en Fuerza Natural, todos nos hemos vuelto más huraños, decepcionados, alertas, escépticos.
Nueva gente llegó a nuestra vida, pero ninguna como la que escuchó con nosotros a Soda y a Cerati, en los tempranos 90.
Eternas noches de tequila, cerveza y vino hasta las 6 de la mañana, escribieron la semblanza de la poética rock en una ciudad como Medellín. Todas ellas con Cerati como banda sonora, (siendo los más melómanos, debo aclarar). Escuchando lo más granado del rock internacional y local, sentamos las bases de lo que hoy suele llamarse como ciudad polo de desarrollo rockero en Colombia. We build this of rock and roll, suele decir un hit de los 80 por ahí.
Luego, a finales de los 90 llegaron las drogas para algunos de nosotros. La dureza, el sarcasmo, el nihilismo. Pero al principio nunca. Cuando empezamos a escuchar a Soda, todo fue Nada-de-vicios-secos. Éramos tan puros.
Para otros llegó algo peor, cuando habíamos jurado nunca caer. Ello fue la salsa. La salsa y el chucu-chucu llegó a la vida de muchos miembros de mi círculo y se perdieron irremediablemente. Helos ahí. De burócratas, con sus estúpidas vidas de funcionario.
De vez en cuando uno se los encuentra en la calle y, digo honestamente, a veces me gustaría cambiarme de acera. Allá ellos, cada cual hace un paraíso con los pedazos que logra salvar de su propio infierno.
Por mi parte, si acaso, yo llegué al reaggae. Amigos nuevos que estimo y admiro escuchan salsa y, por respeto a ellos, me la soporto en noches de temblar solo en la multitud.
Pero nunca me ha de ver el espejo poniendo salsa, a solas, en mi casa. Tal vez vallenatos o carranguera, que me parecen hasta agradables.
Otros se casaron y tuvieron hijos, pero en general todo el mundo se fue. Algunos nunca pudieron dejar la marihuana, y ahora son unos viciosos funcionales. Interlocutores de nadie. Autistas por elección propia. Y cuando les falte la bareta, será demasiado tarde.
Cuando se acabe la fiesta, dicen los Languis. Por ésas y diferentes razones, todo el mundo encontró su paraíso personal. Siempre lo hemos buscado y cada año nuevo es más difícil. La gente que llega a tu vida después de los 30 años, no es de fiar. No para conseguir amigos y amores como los que se hicieron escuchando el Amor Amarillo recién salido al mercado.
Ya Cerati nunca más va a sacar un álbum. No él. Tal vez su madre sí. Con las típicas cosas que deja un hijo artista, encerradas en el desván.
En cuanto a mi paraíso, que siempre ha sido el sonido, ahora hay un silencio especial.
Llevo varios días sin escuchar nada. Las noticias y la actualidad me parecen un estruendo insoportable. Ya podré cenar sin mis noticieros. De vez en cuando, se oye el caer de una lágrima en el agua verde de Santa Elena, Antioquia.
Cerati y mis amigos han descansado. Esa tensión que ha definido la mitad de mi vida, esperando el próximo disco de Cerati, ha desaparecido. Acaso estas semanas se parezcan un poco a la aburrida tranquilidad del paraíso cristiano. Sin tensiones trascendentales.
No sé cómo va a ser la próxima vez que me encuentre con mis amigos ceratianos. Por Facebook, la sensación de muerte en sus muros es total. Ya no suena igual.
Ese tipo que canta ahí, ese guitarrista, está muerto. El de la vanguardia, que alguna vez representó la vida, ya no la representa más.
Por Radio NEBLINA