Corría el año de 1962 e igual que ahora se hizo un gran censo nacional. Como estudiante universitario de la U.P.B. me correspondió visitar a un pequeño tugurio que apenas se estaba formando, en las lomas que posteriormente se llamarían la comuna oriental de Medellín.
Sus habitantes empujados por el horror de la violencia habían llegado en desbandada a la ciudad, se apoderaban de unos cuadros de tierra y los rodeaban de estacones y alambre. Dentro de ellos construían sus ranchos, dejando un espacio a manera de patio para criar gallinas y a veces un cerdo. Un perrito que siempre llamaban Tarzán ladraba anunciando la llegada de los intrusos. Cada cuadro parecía una finca en miniatura y denunciaba el origen campesino de sus propietarios.
Durante todo el día del censo anduve por esos andurriales, con el barro hasta las rodillas, tocando puertas y entrevistando a la gente. En el primer rancho me ofrecieron café con arepa. Me senté en una salita muy limpia, presidida por un cuadro del Corazón de Jesús. A mi alrededor se acomodaron todos lo miembros de la familia, campesinos antioqueños educados y de buenas maneras; y entre sorbo y sorbo de café completamos y llenamos juntos los formularios.
Luego seguí loma arriba. Cuando la cuesta se hacía más áspera, entonces no caminaba sino que patinaba cuesta abajo y en reversa. En la siguiente vivienda encontré el mismo ambiente cálido y en esta ocasión me ofrecieron una arepa con chorizo. Y así fue corriendo el día. Más adelante me dieron chocolate y en otro domicilio, a eso de la una de la tarde, me ofrecieron arroz con huevo frito. Ese fue mi gran almuerzo.
En todos aquellos hogares de cartón y guadua el ambiente era amable; recibían al visitante y compartían lo poco que tenían. Siempre había un ramilletes de flores salvajes, embutidos en una lata oxidada de galletas; en el centro de la mesa del comedor. Mientras yo escribía, Tarzan me miraba de reojo y movía la cola.
Detrás de cada familia había una gran tragedia de desplazados y a pesar de las dificultades, poco a poco se fueron adaptando a la ciudad. El jefe del hogar trabajaba en alguna de las textileras de la ciudad, de celador o en el peor de los casos de vendedor ambulante. La señora casi siempre era empleada doméstica y vivían su pobreza con la alegría de estar vivos. Así fue como en aquel día maravilloso descubrí que la dignidad se puede sobrellevar en medio de la miseria y quedé tan impresionado que aún lo recuerdo.
Otras cosas ocurrían en el barrio Guayaquil que supuestamente era la gran galería de alimentos y centro de acopio. Al llegar la noche se transformaba en la zona bohemia de la ciudad. Había un bar en cada esquina cuyo mayor atractivo eran las colecciones de tangos incunables en discos de 45. Afuera se paseaban algunas campesinas recién llegadas, disfrazadas de prostitutas; vendiendo su mercancía trasnochada. Sobre los andenes siempre había empanadas y buñuelos calientes hasta bien entrada la madrugada. Aquello también tenía su encanto, era relativamente seguro y los borrachos aún se peleaban a puño limpio.
Luego… me ausenté de la ciudad, di vueltas por el mundo, tomé un posgrado en Canadá, viví en Estados Unidos durante la época hippy, asistí a Woodstock y de recuerdo me traje el cabello largo. Pasó el tiempo y cuando regresé de visita 30 años después aquello era irreconocible: una gran cicatriz partía en 2 a Medellín, lo que más tarde sería el metro. La comuna oriental era el desastre más absoluto, con desempleo, drogas, inseguridad, bandas y carros bomba. Los descendientes de esos campesinos buenos habían transformado aquel barrizal mágico de antaño en una república independiente de maldad, donde ni siquiera podían entrar los tanques del ejército.
Más lejos, en el centro de la ciudad, Guayaquil se había transfigurado en el club social de los traquetos.
¿Qué había pasado en tan solo un par de generaciones?
¿Por qué los hijos de esos campesinos buenos se volvieron delincuentes? ¿A qué horas los nietos de sus nietos terminaron vendiendo drogas? ¿Cuándo se perdieron todos aquellos valores?
Las respuestas son múltiples y jamás conoceremos la verdad en su totalidad. Unos dirán que el subdesarrollo es así En el resto del país, cada capital vivía sus propios dramas y vio crecer sus propios tugurios. En Cali y Buenaventura con los desplazados del Chocó, Bogotá la más cosmopolita recibía a los inmigrantes de todo el territorio patrio.
Mucha gente de esa época ya no estará: medio millón fueron asesinados, dos se fueron para Venezuela, cuatro millones están en Estados Unidos y otro millón andan dando vueltas de país en país. Mientras tanto nos llegaron millón y medio de Venezuela.
Dentro de algunos meses tendremos los resultados del censo, o mejor aún, la cuantificación estadística de todas la desgracias del país juntas
Y así seguiremos sin saber qué pasó, ni para dónde vamos.