Los bomberos provocaban pequeños incendios. Su objetivo era detener -a toda costa- la peligrosa peste de la lectura. La simple tenencia de un libro implicaba una pena mayor: arder junto a las secretas bibliotecas (así fueran conformadas por un solo ejemplar). En un mundo de sospechas y soplones, solo los más obedientes estarían a salvo y así, por efecto, salvarían a sus opresores. Todo un infeliz intercambio. Esta es la realidad retorcida, retratada en el breve e impulsivo texto del escritor norteamericano Ray Bradbury (1929-2012), que fue genialmente titulado de acuerdo con la temperatura precisa en la que un libro alcanza al fuego y desaparece: Fahrenheit 451. Como toda distopía, lo irónico y a la vez doloroso, es que las deformidades relatadas no son más que una versión amplificada -por poco- de los tiempos detenidos y extraviados del mundo.
En Fahrenheit 451, escrita en 1953, una especie de policía secreta era la encargada de privar al hombre del más contundente de los objetos inventados (el libro) y del más laberíntico de los placeres (la lectura). Para los perseguidores (en su defensa habrá que decir que no se equivocaban del todo en algunos de sus argumentos) los libros eran detonantes de tristezas, dudas inacabables y preguntas irresolutas. Dolores y penas en letras y tomos. En otras palabras, los libros, y su lectura, traían consigo verdades innecesarias que sumían al hombre en lamentables divagaciones que, a fin de cuentas, no lo llevarían a ningún lugar. (Acertaban los sujetos oscuros). El libro, al ser leído, abandona su condición inanimada y como una carga eléctrica fractura los huesos que sostenían lo que creímos saber y entender. Un libro es un recordatorio de extravíos, una bitácora de hojas que caen al césped, una constelación de escarabajos.
Depreciar los libros
es sumirse en la soledad más irreprimible y reducida
A pesar de que en la actualidad cada vez son más escasas y cuestionadas las persecuciones de libros, el mal parece ser otro. La pérdida de interés en la lectura de estos artefactos, (completa, dedicada y detenida) hace presumir que vivimos una especie de censura autoimpuesta o -si se quiere- que habitamos un patíbulo de mutilaciones voluntarias. En el mundo de lo inmediato, de la imagen predecible y de las verdades de 240 caracteres, los libros se han confinado, para muchos, en objetos inertes y decorativos. Incluso existe una aplicación disponible para dispositivos móviles, que por una reducida tarifa, entrega resúmenes de los libros; eso sí, prometiendo a cambio sabiduría e iluminación a sus suscriptores. Menos esfuerzo es más exhibición. Pagar por la tristeza de sumirse en la oscuridad de pretender saber sin merecerlo. Los días de la pose.
Escribió Bradbury una frase que aún me enviste: “Un libro es un revolver cargado”. He tratado de descifrarla de muchas formas. Y aunque la violencia implícita de la expresión podría distraer su verdadero sentido, pareciera entrañar un mensaje más profundo: la redención de la defensa ante la ignorancia. No leer es militar a favor de la monstruosa tiranía que se alimenta de todo aquel que no intenta -siquiera- comprender la vida y adornarla de sentido y significado. Depreciar los libros es sumirse en la soledad más irreprimible y reducida. Privarse de la quietud, el silencio y la paciencia que trae consigo leer un libro, no es nada distinto que perder la batalla ante lo atropellado, lo voluptuoso y el afán. Renunciar a la satisfactoria empresa de la curiosidad, pisar la tierra que esconde el tesoro verdadero, humedecer con saliva la pólvora encendida, silenciar el estruendo irreversible. ¡BANG!
@CamiloFidel