Lamentablemente el asesinato de jóvenes no es un acontecimiento reciente en Colombia. Hace exactamente nueve años, un agente de la policía le causó la muerte a un grafitero que firmaba la calle con el seudónimo Trípido. Diego Felipe Becerra tenía 15 años. Por si fuera poco, el inmenso dolor que causó su asesinato en sus familiares y amigos fue ahondado por un plan urdido por altas esferas policiales para mantener impune el crimen. Por fortuna, su memoria fue protegida por sus padres y por cientos de grafiteros que, aún hoy, pintan en los muros de la ciudad al icónico gato Félix. No obstante, la justicia ha operado con dificultad y los cómplices del crimen, aquellos que trataron de justificarlo y oscurecer el proceso, siguen libres y protegidos. En este valle de lágrimas a los jóvenes se les mata dos veces. Una vez con la violencia de las armas y la otra con las justificaciones que las autoridades siempre -y sin falta- proponen para dar explicaciones sobre las muertes.
Por supuesto, la amenaza de la violencia llega a la vida de los niños y los jóvenes mucho antes de matarlos. La ausencia de oportunidades de un futuro concreto, la marginalización causada por la pobreza y la exclusión y los conocidos estigmas que atraviesan a la juventud, amalgaman un contexto ideal para que los grupos poblacionales de menor edad sean las víctimas más vulnerables del horror que traen la guerra, la delincuencia y el narcotráfico. Mientras se considere a los jóvenes como un lastre para la sociedad y no como sujetos de derechos a los que se les debe garantizar su vida e integridad, sin excepción, no pareciera asomarse el final de la guerra de Colombia en contra de su propio porvenir.
De vuelta al terrible asesinato de Trípido, hubo una reacción de parte de ciertos funcionarios que lo cambió todo: la muerte sí les importó. En ese sentido, podría decirse que este irreversible hecho fue un detonante para la transformación de esa relación deteriorada por décadas entre los grafiteros y las autoridades; que además catapultó la política pública de grafiti y arte urbano en la ciudad. La alcaldía de Bogotá de ese entonces, representada por Cristina Lleras y la secretaria de cultura Clarisa Ruíz, emprendieron una labor incansable para oír a los jóvenes y permitirles decidir sobre sus propios intereses. De dichas reuniones surgió una regulación (diseñada, acordada y aprobada por algunos representantes de distintos sectores del grafiti de la capital) que permitiría, entre otras cosas, el regreso de los grandes murales a Bogotá, la sectorización de los recursos públicos por localidades y un sistema de convocatorias que hasta hoy ha entregado miles de millones de pesos a practicantes y artistas de toda la ciudad.
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El terrible asesinato de Trípido, produjo una reacción de parte de ciertos funcionarios que lo cambió todo: la muerte sí les importó
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Sin embargo, el gran avance de la regulación fue la determinada resolución de proteger la integridad de los miles de jóvenes grafiteros de Bogotá. Al reconocer al grafiti como una práctica cultural de importancia para la sociedad y al prever las consecuencias de pintar en lugares no permitidos, se sustrajo el poder omnímodo que tenían los policías a la hora de “castigar” grafiteros; que iban desde hacerlos tragar pintura hasta lavar los baños de las estaciones (para no mencionar las sanciones más escandalosas). Cierta claridad de la ley impactó a todo un sector de la juventud amenazado.
La experiencia bogotana, que por supuesto no acabó con los abusos de autoridad, pero sí los disminuyó, puede ofrecer una alternativa probable frente al apremiante tema de la protección de la juventud: preferir el consenso a las imposiciones. Es posible que un error recurrente sea tratar de imponer soluciones desde la excluyente perspectiva del adulto e inobservar lo que el joven tiene por decir y decidir. Las leyes no solucionarán los problemas de tajo, pero servirán -como en el caso del grafiti- de lugar de origen de garantías del difícil y riesgoso ejercicio de la juventud en Colombia. El consenso siempre será mucho más legítimo y respetuoso que la simple promulgación lejana de un mandato de autoridad.
Hace nueve años mataron a Trípido y hace nueve años su memoria se convirtió en un factor de transformación y reflexión para toda una ciudad. Ojalá que la próxima vez que queramos darle un giro a nuestro porvenir como sociedad no tengamos que privar a un joven o a un niño de la vida. El rito de sacrificio colombiano más descabellado de todos consiste en arrancar semillas del suelo para sembrar un futuro. Así de inútil, así de arbitrario, así de asesino.
@CamiloFidel