Aprender a leer y a escribir son una de las mayores metas de la vida. A un niño de cierta edad se le pregunta con insistencia si ya domina la lectura y escritura de las palabras, y los más pequeñitos, algunos, aprenden que a eso, sobre todas las otras razones, se entra a la escuela. Eso es lo que he visto en mi biografía y en la de niños cercanos.
La firma es un trofeo de esa conquista, es la rúbrica que señala que apenas la afirmación de ese yo se consigna en líneas como mares sobre el papel. Mi firma era larga y dispendiosa, tenía cinco palabras que debía escribir en la correcta caligrafía Palmer. Uno de los recuerdos de la infancia fue el de escribir mi nombre en el tablero, en letra pegada y con todas las tildes. Empecé la tarea, de una margen a otra de la pared, con la lengua apretada ante la risa de todas. Era la frase más larga que habíamos visto. Asumir el nombre, verse en una firma, desde el inicio de la vida escolar ya me era todo un reto.
Quien lee y escribe, como lo dice Seamus Heaney (*) en su poema “Cavar”, realiza el acto profundo de adentrarse en sí mismo, en los otros, para conocer un poco más de la vida misma. Como el campesino, el escritor cultiva, siembra y cosecha, lanza y arranca. Aquí un fragmento de ese poema tan entrañable para mí:
“..Mi abuelo cortaba más panes de tierra en un día
que ningún otro más en las turbas de Toner.
Una vez le llevé una botella de leche
tapada así nomás, con papel. Se enderezó
cortajeando prolijas las tajadas, levantando terrones
por sobre el hombro, yendo hondo, cada vez más hondo
en busca de la tierra mejor. Cavando siempre. Chapaleo y sopapo.
El fresco olor de la forma de la papa,
de la tierra pastosa, cortos cortes del fil
entre raíces vivas despiertas en mi mente.
Pero no tengo pala
para seguir a hombres como aquellos
Entre el pulgar y el índice
la pluma petizona reposa
voy a cavar con ella.”
En estos días estuvo por Medellín, en el Festival de periodismo Gabriel García Márquez, Leila Guerriero y tuve la oportunidad de asistir a un taller de casi cinco horas que ella hizo sobre el método, su método, para escribir un perfil periodístico. Dos palabras zumbaron durante todos esos momentos, mirar y naturalizar. Ella escribe desde el momento en que mira, y cava y cava, escribe y escribe, reconociendo en el otro ese sí mismo que se define en la particularidad de los otros que nos habla también de nosotros mismos. “El reino del periodista es la mirada”, dijo, y en esas horas supimos que más que el acto de ver lo que está afuera, se trata de mirar lo profundo, lo que se oculta en las razones, en las leyendas que construimos sobre nosotros mismos, en los puntos de quiebre y sobre todo, en eso que tratamos de ver como natural y que realmente no lo es, a lo que nos sobre adaptamos y que nos hace girar la tuerca de la existencia.
Será por ello que escribir termina siendo un acto que requiere flexibilidad, paciencia y un alto grado de meditación. También Leila dijo: “la memoria es una máquina de editar”. Edita el que escribe, el editor, el entrevistado, la vida misma recortando y pegando, construyendo y fabulando sobre capas y capas de recuerdos encima de los cualesse sumergen la experiencias. Escribir también se trata de recobrar, de poner en palabras una pregunta, trazar el camino de la argumentación y retrasar la respuesta, dejar la conclusión abierta pero al mismo tiempo darle precisión de teorema matemático al texto en su totalidad. Qué cantidad de malabarismo existe entre la sensibilidad y la racionalidad, es la complejidad de vivir.
Una novela, recientemente editada, escrita por José Libardo Porras complementa esta meditación sobre la sinceridad de una escritura profunda. Se trata de Adentro, una hiena, premio de Novela del Municipio de Medellín en 2014. Editada por el Fondo de la Universidad EAFIT y apenas presentada en la pasada Fiesta del libro. El relato cuenta con mucha honestidad unavivencia autobiográfica sobre el paso existencial que implica la toma de conciencia sobre la muerte y la cantidad de decesos significativos que ello conlleva. El autor es al mismo tiempo el protagonista que conduce con precisión al lector por todos los momentos de la enfermedad que padeció y que termina por cambiarle la existencia. José Libardo excava en su memoria para traer a las páginas las escenas más humanas cuando se ve vulnerable en la cama de enfermo de un hospital en Colombia. La familia, el amor, lo que se da por sentado, los sueños y las perspectivas de vida se ponderan de otra manera ante las noticias que un diagnóstico tiene. Su conciencia es su expiación; su regreso, el propio milagro de retornar a la ciudad indiferente, a la vida indiferente.
“…Entre el pulgar y el índice
la pluma petizona reposa
cofortable como un arma.
Bajo la ventana, un ruido límpido que raspa:
la pala que se hunde en el suelo de grava
mi padre, cavando. Yo bajo la mirada.”*