Cuando Andrés Rodriguez fue a vivir a Pamplona, la gente creía que era un paramilitar sólo por venir del Catatumbo. A Andrés le daba rabia que afuera creyeran que su región estaba habitada por demonios sólo porque vivían de la hoja de coca.
En el Catatumbo los campesinos lo intentaron todo: sembraron yuca, cacao, maíz, fríjol, plátano, pero ningún alimento les dio el bienestar que les otorgó la hoja de coca. La coca es agradecida: si hay buena lluvia cada dos meses hay cosecha. El campesino recolecta, lleva sobre sus hombros los bultos de la hoja. Luego llegan a un campamento y esperan a que les paguen. Se pueden demorar pero siempre cumplen. La paga es tan buena que no sólo miles de campesinos de la región viven de ella sino que vienen de otras partes del país para vivir de ella.
Recolectar hojas de coca no nació con los carteles de la droga. Los indígenas Barí que habitaban la zona desde antes de la conquista lo hacían. Siglos después vinieron los laboratorios, los grupos armados y la torpe respuesta del estado. Les dan de contentillo cacao transgénico, como sucedió hace una década con el plátano gigante. La gente vendió la primera cosecha con éxito. Después nadie quiso comprarlo: el tamaño no compensaba lo insípido de su sabor. Los catatumberos tuvieron que botar cientos de miles de plátanos. Las ayudas del estado parecen favorecer más a multinacionales como Monsanto que al agricultor.
El campesino está cansado de llevar la culpa de la miseria que trae la coca y espera una ayuda del estado para sustituirla. Cultivarla no es fácil, aunque la tierra del Catatumbo parece sacada del mismo Edén hay que esperar cinco meses hasta que la semilla, traída del Tarra, de la primera raspa. El injerto crece más rápido pero no tiene la misma calidad que semillas como La pajarit. El Catatumbo está plagado de ella.
Hay que consentirlas, darle amor, limpiarla, abonarla. Es tan alta la inversión que hay que raspar hasta tres veces para obtener una ganancia. Nadie tiene en cuenta el sacrificio, los únicos que se vuelven ricos con la coca del Catatumbo son los narcos que la procesan y que cada vez tienen más reparos con el producto: el injerto no tiene la calidad de la semilla pura.
La incertidumbre crece con los días: el aumento de los cultivos de coca en la zona hizo prender las alarmas del gobierno y ya se empieza a escuchar el rumor de las avionetas volviendo a escupir glifosato y la erradicación manual con glifosato. Volverá entonces la contaminación que condena a los niños, a la vegetación, al río Catatumbo que tantos muertos arrastró hace 15 años.
La coca no tiene futuro y el campesino no quiere contribuir a un problema social que trae. Se cansaron de las erradicaciones arbitrarias, de la angustia que trae ganarse el sustento con una planta tan controvertida. El haber soportado todas las pestes, masacres atroces, les da la fuerza para decidir, si quieren volver a parar el campo colombiano como lo hicieron en el 2013 cuando el gobierno aprendió a pronunciar, con miedo, la palabra Ascamcat.
Nadie les va a decir que ningún grupo armado les obligue a hacer cosas que ellos no quieren. Ellos son autónomos y no soportarán las órdenes de nadie.
