La Fiscalía General de la Nación anunció su intención de que se precluya, se termine anticipadamente, la investigación penal en contra del expresidente Uribe por fraude procesal en el caso de manipulación de testigos en contra del senador Iván Cepeda Vargas. Extrañamente, esa decisión contradice lo actuado por la Sala Penal de la Corte Suprema de Justicia, que luego de dos años de investigación, vinculó a Uribe al proceso penal y le impuso una medida de detención domiciliaria.
Hoy Uribe está en trance de que la Fiscalía cierre su investigación luego de huir de la Corte Suprema de justicia. Ya conocemos que Uribe, quien reiteradamente había dicho que no intentaría huir del fuero que permitía que fuese investigado por la Corte Suprema de Justicia, actuó en contra de su palabra, renunció al senado, y, de esa manera, logró que su proceso saliera de la corte y pasara a las manos de un fiscal amigo, que hoy reitera su disposición para cerrar la investigación.
Debe destacarse el aspecto político de la situación. Uribe, el jefe natural del uribismo, es el jefe político del presidente elegido por el uribismo. Ese presidente nunca había conseguido un voto por sí mismo, fue senador gracias a que Uribe lo incluyó en una lista cerrada, y, después, fue presidente porque fue “el que Uribe dijo”. Ese mismo presidente nombró a su compañero de universidad como fiscal general de la nación, y este nombró a un fiscal de apellido Jaimes como encargado del proceso Uribe.
Es decir, todo indica, a mi parecer, que Uribe tiene a la Fiscalía y a su investigador en el bolsillo; es su fiscalía de bolsillo. La condición de los fiscales, del que lo investiga concretamente y del fiscal general, es similar a la de cualquiera de los empleados de su hacienda. Su empleo, su salario, su lonchera, dependen de la voluntad de Uribe. Fácilmente podría decirles: “me absuelven o, cuando los vea, les parto la cara maricas”. Eso explica la solicitud de preclusión anunciada por la Fiscalía.
Pero el caso de Uribe es solo uno que ilustra la impunidad de los intocables de Colombia. Mientras se sabe que la inmensa mayoría de la clase política es criminal, rara vez uno de ellos enfrenta la justicia. Igual sucede con el empresariado, el caso de Odebrecht deja claro que los contratos con el Estado se obtienen mediante el soborno y la corrupción, incluso tratándose del hombre más rico del país (quizá eso explica que lo sea), pero este resulta aún más intocable que Uribe.
En realidad, los poderes políticos y económicos forman un entramado en el que se transita de una esfera a la otra. El intocable del grupo AVAL nombra al fiscal, Martínez Neira, que debe investigar la corrupción en la que está involucrado el intocable del grupo AVAL. La investigación, por supuesto, concluye que los empleados de Sarmiento actuaron para beneficiar (con cientos de miles de millones) a Sarmiento sin que Sarmiento lo supiese; sobra recordar que Martínez Neira era el abogado de Sarmiento antes de ser fiscal, y que volvió a serlo después de ser fiscal. Otros comparten ambas facetas: son políticos y empresarios en simultáneo; es el caso de la familia Char; como funcionarios públicos asignan la contratación estatal a sus empresas; y cuando es necesario, acuden a la criminalidad, sea sobornos o paramilitarismo. De nuevo, ninguna investigación prospera. En pocas palabras, los poderosos de Colombia están seguros de que nunca serán juzgados, porque controlan el poder político y el aparato de justicia.
De manera que la impunidad de la que ha disfrutado Uribe a lo largo de su vida pública ejemplifica la impunidad que cobija a los poderosos, la oligarquía colombiana, que se han enriquecido mediante el control del Estado, y han logrado la condición de intocables gracias a su control del aparato de la justicia, cuyos funcionarios operan más como sus empelados que como sus investigadores. Tal situación resultó fundamental para que Colombia viviese la tragedia que ha vivido: una clase dirigente y empresarial criminal hasta los tuétanos y, en consecuencia, una criminalidad generalizada en la sociedad. Por tanto, para superar esa tragedia, se hace necesario que la justicia, como el Estado en general, deje de ser instrumento al servicio de los poderosos y pase a ser garante de los derechos de todos los colombianos. Tal cosa solo se logrará desalojando del poder a quienes lo han ostentado durante los últimos 200 años.