La Constitución de 1991 fue promulgada en el ánimo de ser fundamento garante de la convivencia pacífica entre los pobladores de Colombia. Este espíritu hoy día es discutido por defensores y contradictores de la solución planteada al conflicto armado, cuya declaración de terminación —derivada de la controvertida entrega y recepción de las armas— por los exguerrilleros a los encargados de la ONU abrió las puertas para dar paso a la implementación de lo acordado y a la inclusión de ciertas enmiendas, en los mismos mecanismos que reformarían no solo el comportamiento social, sino el desarrollo jurídico y la práctica política de la nación.
Imbuir estos mecanismos sin sustentación alguna en el ámbito constitucional ha sido quizá un atrevimiento jurídico improcedente por quienes en la desesperación, y ante la premura por el tiempo definido, intentan no dejar en el aire parte de lo negociado en la Habana, de cuyo resultado seguramente pende muchos beneficios manoseados.
La eliminación de la competencia exclusiva del gobierno nacional para modificar unilateralmente y a su acomodo cualquier proyecto de ley o acto legislativo como lo proponía desde el No.1 del 2016 fue precisada en la sentencia constitucional Número 332 que le declaró inexequible en la aplicación de los numerales h y j y así prohibió de paso, la votación en bloque en el Congreso, de normas del acuerdo de paz, previstas por el “fast track”.
En la práctica, esta litigada decisión hizo que estudiosos y profanos analíticos de nuestro régimen constitucional razonaran y advirtieran en su momento sobre la amenaza al rumbo democrático, ad portas de conmutar la atribución de deliberar y decidir del Congreso —sobre todo en cuanto al eje temático del acuerdo—, por el empoderamiento aún más del presidente, unificando su dominación sobre las tres ramas, a tal punto de ponerlo al alcance de una inédita tiranía política.
No es compatible ahora la tesis que en algunas gazaperas se expone, induciendo a dar crédito que los acuerdos de paz están destinados al fracaso, y que su implementación terminaría socavando aún más el desarrollo integral de la nación. Todo por la obstinada percepción agenciada de algunos antagónicos, empecinados en desfavorecer los debates y la argumentación jurídica y deslegitimar lo ya pactado en perjuicio de los victimarios o como dicen los otros se estaría dando las bases para emigrar a otro régimen sustentado en las teorías social-comunistas y en los ejemplos fracasados de los sinvergüenzas castrochavistas.
Colombia siempre ha tenido entre sus hijos a connotados juristas, estadistas y pensadores, aplicados al oficio del análisis y razonamiento serio y objetivo de las situaciones que afectan la conducta generalizada sobre lo social, jurídico y político —plataforma del progreso de la sociedad— alejados del estigma nacido de los deshonrados e increíbles casos de jueces y fiscales corruptos, y del gran número de operadores judiciales y legisladores caídos, por comprobarse su vandálica acción de soborno y extorsión, como eje de su actividad dentro del sistema legal, lo que ha llevado a que los colombianos cada día crean menos en la justicia, por la simple deducción: “ ¿si la sal se corrompe, con que la salaremos?”.
Pero, como se dice en el argot popular: “la esperanza es lo último que se pierde” y el ciudadano no puede desentenderse de las actuaciones que se están dando al interior de las mismas cortes y tribunales defendiendo el Estado social de derecho, más cuando se apresta a participar activamente eligiendo mejores gobernantes.