Puede uno hoy imaginar a Pedro de Heredia que cabalga por las mismas trochas y caminos por donde siglos después se construyó la vía Al mar. Se le ve galopando con sus 16 hombres montados a caballo y otros cincuenta a pie. Busca una fuente de agua dulce para asegurar la construcción de una ciudad, una idea que le obsesiona desde que partió del Puerto de Sanlúcar de Barrameda en España, el 29 de setiembre de 1532.
Heredia va a cruzar el extenso valle de Santiago, hoy departamento del Atlántico, un lugar lleno de población indígena, de gran riqueza cultural y material. Es posible que llegue a Zamba, va rumbo al pueblo de Calamar, donde le han dicho que corre agua dulce. Ha sido nombrado gobernador general de la provincia, pero no ha logrado hacer en ella una sola vivienda, ni siquiera unas humildes chozas de techos de palma y cañabrava como las construidas en la fracasada ciudad de san Sebastián de Urabá.
Heredia cabalga enojado. Un viejo indio de nombre Corinche, le ha dicho que cerca de la bahía brota agua dulce y cristalina. Por mucho que avanzan, jamás encuentran tal fuente. Lo que sí han encontraron son ataques con flechas envenenadas de indios de los pueblos de Cospique y Matarap. Asegura Fernández de Oviedo que la estrategia de Corinche era engañar a los cristianos hasta precisar el momento de escapar.
Cuenta Fernández de Oviedo que Heredia llegó primero al pueblo de Turaguaco, lugar donde los indígenas lo recibieron con un centenar de flechas y dieron muerte al caballo. Los hombres de Heredia enfurecidos prendieron fuego a todas las “casas ó buhíos”.
Heredia arribó a estas tierras de mares y cangrejos el 15 de enero de 1533, según los relatos de Gonzalo Fernández de Oviedo, quien por algunos años fue secretario del consejo de la Santa Inquisición y cronista distinguido del recién concebido imperio español.
Camino a Calamar, Heredia pasa por poblaciones como Tancamos, Mentamoa, Milto, Mieacuy, Mecoa, Migagar, Michieuy, Mixouxa, Ixa, Goana, Canarapacoa, Camerapacoa, Tuniryguaco, Lehulali, Chimildo… entre muchos otros pueblos que suman más de treinta.
En ese recorrido, el cronista da cuenta de una mujer muy hábil con el arco y la flecha que, tras la muerte de su padre, promete hacerse guerrera y nunca servir a marido alguno. Igualmente, narra la pérdida de un puercoespín de oro macizo que se desapareció en algún sitio de adoración en el valle de Santiago.
Ya en Calamar, el 1 de junio de 1533, escribe Fernández de Oviedo, que Pedro de Heredia nombra a alcaldes y gobernadores, y luego de hacer su asiento en Calamar “mandó a que se llamase la ciudad de Cartagena”.
El cronista se pregunta el porqué de ese nombre y afirma: “parece que trae misterio”. Conjetura que podría venir del gran puerto de Cartago, gran ciudad fenicia, al norte de África, llena de mitología y tradición heroica, un nombre que acoge la remota palabra carta. Todo esto, asegura, está lejos de la Cartagena de nuestras Indias. Agrega que es un despropósito pensar que algunos cartaginenses vinieron de África o de Cartagena de España a dar ese nombre a esta nueva provincia, hasta soltar la siguiente frase: “y la verdad es que este nombre se dio a disparate de marinero…”
Embalaje y desmemoria
En 2011, el colectivo artístico Pedro Romero Vive Aquí tuvo la idea de envolver con plástico de embalaje las esculturas de Pedro de Heredia, la India Catalina y Cristóbal Colón. Luego de “empacarlas”, colocó en sus alrededores pequeños carteles adhesivos que decían “frágil”.
El valiente acto proponía “en concepto”, más que el envío de esas imágenes monumentales a España, su desaparición del paisaje urbano de esculturas que atan la memoria de la ciudad a su pasado colonial, que dibuja una sola versión y desconoce la variedad de representaciones.
La propuesta sigue siendo una vigente reflexión sobre una historia que incluya también al viejo Corinche, aquel indígena que engañó a Heredia intentando buscar su libertad, o de aquel grupo de indígenas que dio muerte al caballo del neófito conquistador o de los nombres de aquellos pequeños pueblos de la isla de Cárex, Yurbaco o del valle de Santiago.
La propuesta transforma el discurso reverencial, que mira de rodillas a aquellos que con violencia y cruz acabaron pueblos completos, saquearon tumbas y desaparecieron de un sitio de agradecimiento un puercoespín de oro, que el cronista no alcanzó a describir en sus detalles.
Quizá por eso sea difícil saber si la misma ciudad bautizada por Heredia (a disparate de marineros) sigue siendo La Heroica, como la reconoció Bolívar o la frívola “Fantástica” de Carlos Vives, mientras el resto, aquella que ni es heroica ni mucho menos fantástica crece como una especie de hernia que se apropia de la reputación del monumento colonial a la que, por supuesto, no pertenece. Es la ciudad que se aprovecha de aquella nobilísima e ínclita, cuya nueva historia parece avergonzarla.
Un regalo de cumpleaños
¿Qué se le puede regalar a una ciudad que cumple años? Los medios han anunciado desde hace días la izada de la bandera en todos los hogares, la alegría de saber que cumplimos años, la serenata a una ciudad que parece ensordecida. Todo en medio de tanto cliché, de orgullo falso y contagioso, de conversatorios coproductivos, porque se cumple un año más, sin importar qué clase de vida lleven sus habitantes, o si la administración cumple. Proponer la no celebración, en medio de esa actualidad aplastante, parece ser una forma velada de censura.
Los melódicos gritos mañaneros de disyoqueis convertidos en locutores, que anuncian la alegría, la felicidad, el goce de la ciudad que cumple, que convocan al baile barrial, o perreo efectivo, al despeluque mañanero; representan esa fuerza que construye la agenda. Logran en pocas emisiones que todos los medios sean una sola voz, de las que hacen las entidades públicas. Se guía la opinión y se reiteran las visiones que estamos de fiesta. ¿Qué es lo que celebramos?
Regalar a Cartagena una gran biblioteca pública, siempre abierta, en la que creadores y estudiantes puedan desarrollar sus ideas y no tengan que apilarse en la biblioteca de la Universidad Tecnológica de Bolívar, única en la ciudad abierta las 24 horas, porque no existen espacios para leer con tranquilidad, para estudiar sin interrupciones y donde se brinde la oportunidad de desarrollar sus creaciones en vez de decirles qué crear y cómo se hace la cultura.
Regalar a la ciudad el gran parque de las Américas que soñó Zapata Olivella, en ese espacio de memoria cultural y vergüenza urbanística como lo es Chambacú. Hacer allí el gran monumento a Antonio Cervantes, Rocky Valdés y Bernardo Caraballo, gente que nos enseñó que la única manera de celebrar, de ganar es peleando y no con relaciones públicas ni comprando ni silenciando periodistas con contratos y asesorías sobre cómo celebrar aquel disparate de marineros de un día como hoy de 1533.