Cartagena, mágica e histórica, fue testigo del inicio de la paz esquiva

Cartagena, mágica e histórica, fue testigo del inicio de la paz esquiva

En esta crónica, Eric Palacino narra el minuto a minuto de la firma de los acuerdos de paz entre el Gobierno y las Farc

Por: Eric Palacino Zamora
septiembre 27, 2016
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Cartagena, mágica e histórica, fue testigo del inicio de la paz esquiva
Foto: caracol.com.co

Eran las cinco y diez en la torre del reloj. La corte de presidentes se va acomodando en la plaza de banderas del célebre Centro de Convenciones, decorada de blanco y arrullada por el entrañable repicar de las campanas, que desde la Iglesia de Santo Domingo agita un fervoroso monaguillo, un sonido familiar para los vecinos del legendario templo, que identifican ese rumor metálico y brillante como el llamado para la misa de seis de la tarde en ese precioso rincón del Corralito de Piedra.

Mandatarios, comunicadores y delegados reciben un brisa fresca antes de las cinco de la tarde. Son los vientos del Caribe, que llegan desde Boca Grande, El Laguito y La Bahía con vestigios de pretéritas guerras, de bucaneros y cañones como los que se advierten, a la distancia, entre las sombras de El Castillo de San Felipe.

En el inmaculado recinto, previsto como escenario para ponerle el punto final al cincuentenario conflicto; todos aguardan, algunos con escepticismo, un momento considerado imposible, el instante en el cual, presidente de Colombia y el máximo comandante de la más antigua de las guerrillas del mundo, estamparían su firma en la página sepia del Acuerdo y de paso sellarían un día inolvidable en la historia de nuestra querida patria.

Muy cerca, en el mercado Bazurto, entre la algarabía de voces de los mulatos vendedores, se adivinan los acentos de un jovencito de frágil figura y sonrisa blanquecina que ofrece banderas de Colombia. En esta ocasión, se diferencian de las que vende por mil quinientos pesos, los días en que juega la selección: traen estampada una paloma blanca con un laurel en el pico, una alegoría más al evento que se celebra esa tarde en la heroica.

Es esta una ciudad de contrastes, escogida para la jornada memorable donde, por cuenta de la firma del acuerdo entre Gobierno y Farc, celebrarían los monarcas europeos, enfundados en frescas guayaberas y los afrodescendientes que apenas escucharían los discursos, a través de aparatejos y radios enormes y televisores empotrados en billares o cantinas de esquina, muy cerca de la ciudad amurallada, en los barrios donde el vallenato y la champeta retumban, del amanecer a la media noche.

Mientras el mundo se detenía a presenciar el momento en que el presidente Santos y Timochenko por fin estrecharan sus manos, la vida discurría con el letargo de siempre en los sectores populares de la otra Cartagena, la del abandono y sinuosas calles polvorientas, la de los atracos, la de las pandillas, la de hamacas raídas y las desvencijadas mecedoras, la de casuchas maltrechas y patios calcinados, la de los de Cuesta, Valdés o Mosquera, que aún sueñan con que la anhelada paz toque a sus puertas y se traduzca en unas condiciones más equitativas para hacer digna su existencia.

Alabaos cantos

Desde la Cartagena de las murallas y la pompa, definida por los caprichos de la historia como epicentro del devenir nacional, surgió un momento de paradógica belleza; a las cinco y cuarenta de la tarde, los testigos de excepción, los invitados especiales, los cerca de 1.200 periodistas, y a través de las pantallas, los vecinos del barrio Crespo y los espectadores de Times Square, asistían al más hermoso de los conciertos, el canto a la paz por cuenta de las alabaoras de Bojayá.

Las miradas y las cámaras de medios televisivos como CNN, televisión Española y Al Jazzera, se dirigían al grupo de diez mujeres, diez colombianas de sonrisas generosas y cabellos ensortijados: compatriotas que aprendieron a perdonar, que desterraron el odio de sus vidas, aunque no olvidan el olor de azufre y muerte, ni el aborrecible estruendo de los cilindros bombas que un dos de mayo de 2001 acabaron con su amado pueblo, en el más violento ataque por parte del frente de 58 de las FARC contra la población civil en el poblado de Vigía del Fuerte, un emblema de la infamia, incrustado en las entrañas del Urabá en el departamento de Antioquia,

Resulta contradictorio ,por decir lo menos, que hoy estas viudas estén cantando a quienes fueron sus verdugos: esa es su grandeza porque fueron capaces de transformar odio por arte: aún lloran a los 117  muertos que dejó la masacre, a los esposos asesinados o mutilados, a los 47 niños que perdieron la vida en esa fecha imborrable, pero como la más trasparente demostración del perdón, como la más sublime de las metáforas, esta tarde entonan versos maravillosos de esperanza, con sus voces altivas, curtidas a orillas del Atrato, con la misma armonía de los acordes tribales africanos que trajeron sus ancestros hace dos milenios, esos cantos que les servían de consuelo en medio del dolor de ser un pueblo esclavizado.

Los discursos

A las reflexiones sobre el perdón que llegaron con la noble intervención de las Alabaoras, sobrevino la intervención de Timochenko. El excomandante guerrillero inició su primer discurso en calidad de representante de una fuerza política naciente, era la primera vez que hablaba a la sociedad desde la civilidad, vestido de blanco, desde un atríl, desde la orilla de las ideas, con el fusil silenciado y el camuflado refundido en los recuerdos, al lado de los días de sangre y fuego que quedaron en la manigua.

Habló el señor Rodrigo Londoño Echeverry de las diferencias sociales, de la usura bancaria, de la necesidad de transformaciones para Colombia. En medio de tímidas referencias a la barbarie que afectó a Colombia por más de cincuenta años, por fin ofreció el perdón que tanto esperaban las víctimas de una guerra que se degradó a niveles de lo incomprensible e inhumano. Un perdón timorato quizá, pero un ejercicio necesario de arrepentimiento, un momento de catarsis, un paso previo y obligado para que la nación acepte a sus viejos y enconados enemigos en la edificante condición de ciudadanos.

Vino el episodio del sobrevuelo de los aviones Kafir que quedará en el anecdotario, y luego la intervención del presidente Santos, con alusiones a la reconciliación nacional, a la necesidad de debatir con ideas que se abre con la firma del acuerdo, a las posibilidades de recuperar a las generaciones y los sueños perdidos por tantos años de guerra.

Hubo lágrimas del primer mandatario tras la bienvenida a la guerrilla a la escena de la democracia, “Cesó la horrible noche y la paz germina ya”, se repetía el presidente y más que una frase era una invocación nacional, un llamado que quizá contenga el poder sanador que permita a los colombianos espantar de su geografía y su historia, los secuestros, barbaries, asesinatos, descuartizamientos y violaciones perpetrados durante cinco décadas, en un episodio insufrible, una amarga glosa que registró el horror y la decadencia humana, donde se extraviaron los legítimos reclamos de equidad, donde también se desquiciaron los atávicos ideales de una comunidad más igualitaria y próspera, a partir de nuestras propias diferencias.

Un puñado de palomas vuela desde un balcón que parece levitar en la oquedad de la noche y los tiempos, los tachones naranja que dejó el sol en su partida, cruzan el cielo cartagenero y se resisten a desaparecer con la llegada de la luna, que redonda y diáfana se asoma sobre el cerro de la Popa; son las siete de la noche y un ejército de entusiastas trabajadores, comienza a recoger las sillas y carpas que quedaron en la plaza, un vendedor de lotería recorre la plaza de la Aduana contando las ganancias del día, mientras los taxistas que llevan viajeros al Aeropuerto, escuchan sus insospechados análisis de como los diversos pensamientos y corrientes ideológicas deben integrarse, desde hoy, en ese propósito de consolidar una moderna, tolerante y pacífica visión de nuestra querida Colombia.

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