En la época de Adorno, Walter Benjamín y Horkheimer —principales exponentes de la llamada Escuela de Fráncfort—, no existían las redes sociales pero sí se vislumbraba el impacto que tendría el advenimiento de los medios de comunicación tradicionales (prensa, radio, cine y televisión) en la vida de la gente. Los mensajes, decía Benjamín, eran producidos de manera estandarizada y predecible. Las tramas de las películas y seriados obedecían a patrones culturales empaquetados que ayudaban a reforzar valores hegemónicos como la superioridad de la raza blanca o la sumisión de la mujer.
Un siglo después, y en medio de una revolución digital sin precedentes, la historia se sigue repitiendo y el fracaso del proyecto modernizador ya no sólo se palpa en el conformismo o la irracionalidad que promueven los medios frente a la injusticia, sino en unas deformadas estructuras morales —que como bien se evidencia en las recientes noticias de Cartagena—, naturalizan la violencia, la exclusión y sobretodo la corrupción .
“Simular, —dice Santiago Burgos que dice Baudrillard— es fingir lo que no se tiene”. De allí que las clases dominantes de una ciudad como esta sigan aparentando vivir en una sociedad moderna, sin prejuicios ni discriminaciones. La metáfora de todo esto bien puede rastrearse en eventos como la celebración de la fundación española de Cartagena que este año incluyó una campaña en redes sociales —liderada por la Alcaldía— para conmemorar sin saber (o peor aún, sabiéndolo) el genocidio cultural y social que se produjo tras la llegada de Pedro de Heredia y los suyos al territorio. Importó más ser visible que recordar la historia negada. Siempre importa más la foto y la pantalla que defender la dignidad.
Simular un orden social justo, esconder a los pobres y negros cuando vienen a visitarnos los altos dignatarios para no poner en riesgo el mito de la “ciudad fantástica”. Disimular la miseria con maquillajes de cemento y con florecitas en los andenes. Ocultar la desigualdad social en los vestidos que lucen las reinas del Concurso Nacional de la Belleza y hacer del empleo informal una apuesta legítima. Las autoridades privatizan el espacio público con total mezquindad. El Centro Histórico sigue siendo el foco de atención y los problemas de “la otra Cartagena” hacen filas para ser atendidos. Así la ciudad se convierte en espectadora pasiva de su propia tragedia.
El fuego de todo este espectáculo lo atizan los audios que circulan, las noticias, lo que se sabe y lo que no se sabe, los indicadores de calidad de vida, el aumento de la pobreza y la exclusión, el conformismo de muchos sectores, la politiquería, el juego acomodado de las élites, los tres alcaldes (incluyendo al de la sombra) en menos de un año. Todo da cuenta de una ciudad fracasada, decadente, polarizada y además llena de prejuicios. Se perdió la confianza ciudadana en las instituciones. No se asoman liderazgos fuertes. Quienes tienen las condiciones éticas, humanas, técnicas y profesionales para liderar la transformación de la ciudad, no están dispuestos o dispuestas a asumir el reto ante las evidentes faltas de garantías constitucionales y electorales...
El espectáculo, concluye Debord, “es la pesadilla de la sociedad moderna encadenada, que no expresa finalmente más que su deseo de dormir” o en este caso de morir. Así eres tu Cartagena, ciudad del espectáculo.