Otro de los libros que Lola mi gata ha desparramado por el piso para que yo los lea o relea, este que ahora me ocupa y que se junta por azar objetivo a mi lectura de dos novelas recientes sobre Cartagena y una columna sobre la crisis del Museo Histórico de La Heroica. Publicado por la Universidad Tecnológica de Bolívar, en su serie institucional titulada Desde la UTB, No. 5, este breve texto de Gustavo Bell Lemus presenta en dos trabajos sobre Cartagena una preocupación que desde hace rato le ronda al historiador barranquillero en su cabeza. Ya en un texto suyo anterior sobre las relaciones de La Heroica y el Canal del Dique, publicado inicialmente hace más de una década, y recogido nuevamente en el No. 11/12 de la Revista víacuarenta, Bell era enfático sin ninguna reserva en la valoración histórica y política que de alguna forma no ha sido debidamente estudiada y comprendida en lo que tiene que ver con la importancia que tiene Cartagena para la aleccionadora historia de exclusión y atropello centralista en relación con el Caribe colombiano.
Ahora, con un texto que es elocuente y claro en este sentido, Gustavo Bell aborda, a partir de reflexiones muy sencillas sobre la historia que aprendemos, el relato de la ignominia que él llama Cartagena de Indias: la historia pendiente, y que no es otra cosa que una descarnada relectura de los tremendos sacrificios y privaciones que tuvieron que pagar los abanderados de la gesta emancipadora de Cartagena, y que Bell califica como “una inmolación como nunca antes se había presentado, ni se volvió a presentar, en nuestra historia contemporánea”. La razón fundamental: el cansancio provocado por las trabas al conocimiento y por el atraso educativo y cultural de siglos que era consecuencia de no tener acceso a los libros, a la imprenta, a las noticias, a la lectura y la escritura, que sumían a la gran mayoría en la más injusta indefensión.
Para ilustrar la situación que vivían nuestras gentes a comienzos del siglo XIX, Bell rescata del pasado los textos de una figura poco recurrida en nuestra historiografía, la de Juan García del Río, quien con una extraordinaria lucidez describe la oscuridad que rodeaba la vida en esta región, y de cómo el cansancio de esa vida empuja a una nueva clase a la búsqueda de una sociedad más dueña de sí misma, que desemboca en la creación de la República de Cartagena en 1812, con una Constitución que cobijaba a todos sus habitantes por igual.
Teniendo en cuenta el contexto de cátedra magistral en el que Bell desarrolla estas ideas, intercala la reflexión personal y la confesión de parte a partir de su experiencia como estudiante, como catedrático y como historiador y se refiere también al registro que hace García del Río del cuadro del castigo general que con crueldad impone Pablo Morillo durante 114 días a la ciudad rebelde, y que Bell propone prácticamente como un llamado a las conciencias de hoy, con una intención disuelta en preguntas como estas: “¿Por qué no hemos percibido aún el significado histórico que semejante epopeya representa para nuestro pueblo? ¿Por qué nuestra historia permanece aún anquilosada y distante, estática e inofensiva, a pesar de los grandes avances que las nuevas generaciones de jóvenes historiadores han hecho en los últimos años? (…) ¿Por qué los ideales de libertad, dignidad e igualdad de quienes murieron hace apenas unos 200 años, no inspiran a quienes se deciden por la vida pública? (…) ¿Vivimos aún en la obscuridad porque una sombra nos separa del conocimiento de nuestra propia región?”
La segunda parte de este pequeño libro la constituye el trabajo titulado La severa prohibición de la imprenta en Cartagena de Indias y es la clara consecuencia conceptual del primero, en el que se trata “de cómo la burocracia colonial y los comerciantes santafereños se opusieron a su establecimiento en tiempos de las luces”.
Para acometer este nuevo propósito, Bell referencia dos textos: el primero es un fragmento de un informe de José Ignacio de Pombo, de 1810, en el que el famoso personaje cartagenero dimensiona la importancia de la imprenta para la libertad; y el segundo, el Memorial de Agravios de Camilo Torres quien llamaba a la imprenta el vehículo de “las luces”, como era denominada la educación en esa época. Ambos textos le permiten a Bell historiar de forma muy precisa y apropiada un capítulo ciertamente extraordinario de la larga serie de trabas que nuestra región ha estado padeciendo desde los comienzos de la República: el largo proceso de una negativa que duró varios años para impedir el establecimiento de una imprenta en Cartagena, a iniciativa de la Junta de Gobierno del Consulado de Cartagena, aferrada todavía la Corona a los viejos mandatos de los Reyes Católicos en 1502 y más tarde a los de reina Isabel de Portugal, que prohibía el envío de libros a las Indias, “salvo los de religión cristiana y temas de virtud(…), porque para ella no estaba bien que los indios se ocuparan en leerlos”.
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Bell se detiene en las vicisitudes de la imprenta en la Nueva Granada y lo que representa en ese contexto el juicio a Antonio Nariño por la publicación de los Derechos del Hombre
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Luego de hacer un interesante recorrido por la historia de la imprenta moviéndose entre hitos importantes de Europa y del mundo hispánico y valorando sus repercusiones en la dinámica de las ideas en el mundo civilizado, Bell se detiene un poco entonces en las vicisitudes de la imprenta en la Nueva Granada y lo que representa en ese contexto el juicio a Antonio Nariño por la publicación de los Derechos del Hombre en 1795.
El caso de la imprenta de Cartagena ocurre entonces a mediados de 1800 cuando llega a la ciudad una imprenta muy completa que Manuel de Pombo había comprado en Filadelfia (USA) por encargo del Consulado de la ciudad, para poner al servicio de un proyecto educativo, pero que iniciado su proceso de legalización ante las autoridades correspondientes en Bogotá, y ante el propio Rey en Madrid, siete años más tarde todavía permanecía pudriéndose en una bodega y sus promotores investigados por malversación de fondos. Como sigue sucediendo aún hoy entrado ya el siglo XXI y quizá por las mismas razones que Bell arriesga para el caso en cuestión: “la oposición opuesta y reiterada que el comercio de Bogotá mantuvo, y mantendría, frente al Consulado de Cartagena”, porque éste representaba una ruptura con la estructura institucional centralizada y jerárquica del Virreinato.
La cosa finalmente se enreda en un intríngulis de novela. Alegatos, rivalidades, trabas, ataques, dilaciones, intrigas, pujas de poder, que termina en un concepto de un fiscal del Consejo de Indias que le recomienda al Rey Carlos IV no autorizar la imprenta para Cartagena.
Pero la historia metió la mano y el caso tuvo un desenlace ciertamente inusitado, esta vez casi de cine: Napoleón invade España en 1808 y la prohibición del Rey nunca llega a Cartagena. Las autoridades virreinales de la Nueva Granada en medio del alzamiento popular en España contra el invasor autorizan entonces el funcionamiento de la imprenta “para exaltar la resistencia armada y suscitar la solidaridad de sus súbditos en esta parte del mundo”.
Bell concluye su relato con esta lacónica y sentenciosa reflexión: “Otro sería el papel de aquella imprenta cuando meses más tarde esos súbditos se tornaran en ciudadanos de la República de Cartagena”.