Cuatro palabras recorren este libro. Cuatro palabras que usted escuchó en el teléfono en la voz de su hija Renata que la dejaron luego sin voz ni palabras. Cuatro palabras que anunciaron que una voz amada se apagó: “Mamá, Daniel se mató”. Al eco de las últimas tres palabras les tengo miedo, mucho miedo “Daniel se mató”. Yo tengo un hermano que se llama Daniel. Yo tengo un hermano que sufre lo que no tiene nombre igual que su Daniel, Piedad. Las estadísticas se ríen de nosotros.
No la pudieron bautizar mejor porque piedad es justo lo que he encontrado en su libro, no es consuelo ni siquiera amparo (que es el nombre de mi mamá) es piedad lo que acompaña a su hijo y al lector página tras página, esa piedad que es la forma que tiene el amor por lo sagrado según enseña en su primera acepción cualquier buen diccionario.
Igual que usted no tengo fe en algún después sobrenatural en que nos volvamos a encontrar. La muerte no abre la puerta de unos puntos suspensivos, es un punto final. Solo eso. Todo eso.
Escribo esto para decirle gracias. Gracias porque no pude soltar su libro cuando apenas comencé por la primera línea y me costó mucho cerrarlo al llegar a la última palabra. Mi cuerpo ya no era cuerpo sino despojo —admito— y mis ojos eran solo lágrimas. En mi pecho ardió su libro. “Buscamos un sitio vacío…” comenzó diciendo usted y yo encontré ese lugar que me llevó con el corazón en la mano hasta “…la poca sangre que puedo darte, que puedo darme” y en verdad no hubo sangre más transparente que estas letras con las que termina usted este libro que jamás se llamará olvido, porque literal y literariamente es memoria, claro. Memoria suya, de su hijo Daniel Segura Bonnett y de su familia. Y ahora memoria mía también.
Me sucede con Daniel, mi hermano, que a veces siento que estoy ante una pregunta que no sé responder cuando me mira con esa otra mirada que también es suya. Tengo una rara habilidad para sembrar estúpidas distancias entre lo que amo y yo, así esté a pocas calles y minutos de mí. Y no me lo perdono.
Conozco esa escalera de emergencia que menciona: usted ha visto la real yo vivo con la imaginaria. Tantas veces hemos corrido mis hermanos y yo, como Renata y Camila, a apagar ese incendio que se ha quedado a vivir en casa de mamá. Cuando de niño deseé ser bombero jamás presentí que el fuego lo llevábamos dentro.
Escribo para decirle gracias. Gracias por usar las palabras precisas, exactas, para nombrar lo que no tiene nombre. Gracias por el valor inmenso de publicar lo que aquí a menudo se calla como si fuera pecado o vergüenza. Solo nos excomulga de la fe en la verdad esta manera de cubrirnos con mentiras, con silencios mal pronunciados. Gracias, con su libro ha encendido una luz en nuestras oscuridades.
Sepa usted que desde siempre he amado su poesía y la he acompañado en sus tantas maneras de escribir: hoy una columna, ayer una novela, antes un ensayo. Por eso me tomo este atrevimiento de escribirle esta carta, porque usted hace años habita mi casa. Y porque esta memoir es el poema más dolorosamente hermoso que ha escrito. Que otros le digan testimonio, que alguien más le llame novela, para mí será su Carta al hijo.
Hay libros así, escritos con sincera honestidad, que al hablar en singular son la voz más plural que se puede escuchar. Yo siento ya que conozco a su Daniel, incluso compartimos gustos musicales, le digo. Le cuento que Daniel, mi hermano, está contento. Tiene en sus ojos la mirada más tierna de la que es capaz. Por estos días se ha vuelto a enamorar.
Pie de página/
Dijo Héctor Abad en la presentación de Lo que no tiene nombre en la noche bogotana del 13 de marzo de 2013: “Los psicólogos, los psiquiatras, los enfermos y los familiares de personas que padecen una enfermedad mental, deberían leer este libro. Así como se encontró el bacilo que ocasiona la lepra; así como el cáncer se puede contener, operar, a veces curar, así mismo, con el valor de Piedad, tenemos que ser capaces de mirar a los ojos los efectos devastadores de la esquizofrenia, pero también las esperanzas que se abren —gracias a los avances de la química y de la logoterapia— para que estos enfermos puedan llevar una vida digna, activa, útil, y en la medida de lo posible alejada de sus terribles fantasmas generados por el cerebro mismo. Piedad en su libro nos ayuda a entender que la esquizofrenia no es culpa de los padres, de una mala crianza, de oscuros traumas, sino de simples desarreglos físicos, químicos, dentro del más desconocido de nuestros órganos: el cerebro. Entender la enfermedad mental como algo doloroso, involuntario y tratable, ayudaría a no segregar, discriminar y marginar a los enfermos, como unos seres completamente extraños al mundo de los sanos, casi tan contagiosos como los leprosos. Hay que luchar con los enfermos, hasta donde se pueda, sin aislarnos ni obligar a sus familias a callar, y buscar que estén mejor, y que en la medida de lo posible consigan tener una vida digna y llevadera, una vida menos dolorosa para ellos y para su entorno inmediato”.