El 11 de octubre es una fecha especial. Hace exactamente tres décadas me encontraba en Cali conociendo mi retoño chirriquitito y precioso. Hacía tres semanas habías llegado al mundo y no había tenido oportunidad de tenerte entre mis brazos.
Yo había arribado la víspera a la capital del Valle en virtud de un permiso especial que me habían concedido en el periódico en mi calidad de padre, primerizo por demás. Al día siguiente aproveché para echarle un vistazo al acto de instalación de un encuentro de jóvenes que se celebraba allí en el Parque de la Caña.
De repente, los animadores de la tarima principal empezaron a corretear de un lado para el otro, con caras de angustia y desconsuelo. Cada quien hablaba con el otro al oído y a la vez a los gritos. Una muchacha empezó a llorar desconsolada, otro pelado se daba golpes en la cabeza, como maldiciendo al infinito con los puños apretados y los ojos bañados en lágrimas.
Entonces era un problema mayor a la simple inasistencia de una agrupación musical o folclórica. Mayor incluso a la ausencia del orador o invitado principal.
Efectivamente, según lo informaron por los altavoces, acababan de asesinar en La Mesa (Cundinamarca) al exmagistrado Jaime Pardo Leal. Él era hijo de una humilde lavandera de ropas de Ubaque y quien recién había obtenido la mayor votación de un aspirante presidencial en Colombia por la izquierda, con 320.000 electores, como resultado de un fallido proceso de paz durante el gobierno de Belisario Betancur.
La situación era realmente grave. Esa misma noche entonces emprendí viaje de regreso hacia Bogotá, después de despedirme de ti con un montón de besos.
La última semana de abril del 86, cuando me estaba viniendo para Bogotá donde me radicaría desde entonces, me había desplazado hacia Ipiales ya en mi calidad de periodista de planta del Semanario Voz con la misión de cubrir en su recorrido la primera semana de campaña presidencial de Jaime Pardo Leal, un hombre enorme y brillante, alegre, consecuente y honesto, sinceramente extraordinario.
Un par de datos adicionales al anecdotario.
El hombre que me insistió para que me viniera a la capital y dejara de ser corresponsal ad honoren del periódico en el suroccidente para hacer parte del cuerpo de redacción de Voz fue Manuel Cepeda Vargas, padre del hoy senador por el Polo Iván Cepeda Castro.
Siete años después del asesinato de Pardo Leal –9 de agosto de 1994– le correspondería el turno a Manuel, quien había abandonado la dirección del periódico para apostarle al nuevo partido upecista, consiguiendo primero una curul en la Cámara por Bogotá, y al momento de su crimen un escaño en el Senado.
Ambos magnicidios fueron urdidos desde las propias guarniciones militares con el apoyo de las estructuras paramilitares, según los resultados parciales de las investigaciones judiciales hasta ahora. De los predeterminadores intelectuales aún no se dice nada.
Simplemente que ese plan de exterminio colectivo hacía parte estratégica de la llamada eufemísticamente operación “Baile rojo”, urdida a la postre desde el propio Pentágono y tras la cual caerían cerca de 5.000 víctimas, de la talla de Pardo Leal y Cepeda Vargas.
Y una confesión final, amorcito lindo. El 11 de octubre yo estaba compartiendo mi primer día contigo, y sentí que tras semejante hecho debía ubicarme en Bogotá, donde tenía mi puesto de trabajo. Por eso, a mi pesar, tomé la decisión de viajar lo más pronto posible, vía terrestre. Pero, a decir verdad, ninguno de mis jefes inmediatos se comunicó conmigo para sentenciarme que dadas las circunstancias se cancelaba mi licencia de paternidad. Era un problema de conciencia y compromiso político y social, nada más.
Pues bien, a eso de las 9:00 de la noche ya había abordado el bus con destino al D.C., cuando me encontré con un viejo y aguerrido dirigente sindical en el mismo vehículo: Henry Cuenca Vega, quien por esa época tendría unos 40 años, alto y canoso prematuro. Militante comunista y por ende de la UP también, como yo.
Cuenca Vega había sido presidente del sindicato de trabajadores de Cementos Valle en Yumbo, y gracias a su radical gestión en defensa de los suyos había asumido una responsabilidad mayor en la federación de trabajadores cementeros en Bogotá. Pero igual que yo, ese fin de semana se encontraba descansando con su familia, cuando trascendió la noticia. Y también tomó la decisión de trasladarse a Bogotá para participar de todas las actividades fúnebres tras el crimen de Pardo Leal.
El 13 de octubre de 1987 en Bogotá y muchos lugares del país lo que se vivió durante las honras fúnebres de nuestro candidato presidencial fue un auténtico levantamiento popular con visos de paro cívico, sin que nadie lo proclamara. Y no sería el primero, porque el 22 de marzo de 1990 sería igualmente asesinado en pleno aeropuerto El dorado de Bogotá Bernardo Jaramillo Ossa, también candidato presidencial por este mismo partido, paradójicamente una congregación partidista tan chirriquitita como tú en ese momento, cariño mío.
Las paradojas de la tristeza
Lo triste es que mientras nosotros llorábamos el asesinato de Jaime, en la población cundinamarqués de Pacho y algunos sectores de Medellín y las guarniciones militares lo celebraban con fajos de billetes, parrandones, tiros y voladores al aire.
Pero sigamos con nuestra remembranza. Henry Cuenca, con quien viajé a Bogotá esa noche del 11 de octubre de 1987 contigo clavada en mi corazón como una espada, para mi sorpresa se había armado porque "el palo no está pa' cuchara, camarada", dijo mirándome a los ojos con el ceño fruncido. Y fue asesinado también casi dos años más tarde, el 30 de julio de 1989 al sur de Bogotá, igual que después acribillaron a tiros, inerme también, a Manuel Cepeda, mientras se desplazaba leyendo prensa en su campero por el occidente de la ciudad.
De esto no vas a encontrar registros en los medios. A lo sumo, notas aisladas, descontextualizadas. Los medios colombianos continúan siendo una suerte de “Shakiros” a lo largo de toda esta etapa: no oyen, ni ven ni dicen mayor cosa de estas realidades, cuando no es que las disfrazan.
A tal punto que uno de los prohombres del periodismo en el país, Yamít Amát, al atardecer del 11 de noviembre de 1988 se atrevió a transmitir por Caracol radio la masacre de Segovia (Antioquia), entrevistando al comandante policial, quien desde la base policial fingía estar siendo atacado por todos los costados, disparando al aire, eso sí. Ese era el arreglo: mientras los paras arrasaban con 43 sencillos hombres y mujeres en las calles como escarnio por simpatizar con la Unión Patriótica en las urnas, los guardianes de la ley y el orden se guardaban en la estación. Todos. Ni uno solo por fuera, en las calles.
¿Alguno de los uniformados de la policía y del ejército fue procesado o llamado siquiera a descargos? ¿Yamit Amát recibió alguna sanción acaso? ¡Y yo hice parte de los millones de colombianos que escuchó en directo semejante farsa!
Es que mientras tú iniciabas tránsito por la vida en este pedazo del continente sur de América, a ellos —y muchísimos más como ellos— los borraron de la faz de la tierra por atreverse a pensar diferente y acariciar el anhelado sueño de alcanzar la paz, una paz esquiva ayer como hoy, pese a la suscripción de nuevos tratados de paz.
A veces pienso, mijita, que a vos deberíamos haber agregado la Paz en tu nombre. Antes o después de Melissa, no importa. Porque pese a esa orgía de sangre que se derramó y continúa esparciendo por todo lado, tú estás aquí con nosotros alumbrando con luz propia, a veces díscola y hasta rebelde, pero a la vez llena de luz de esperanzas y creatividad, inteligencia y brillo de vida y amor.
Te amo mucho, nena preciosa. Y ya no te jodo más con estos recuerdos de viejo cancrético, y preocupaciones por la suerte incierta de la reconciliación y la paz.