Yo no tengo una bola de cristal ni dotes de adivinación, no soy brujo ni vidente, tengo empañada la lente del porvenir, pero me hago la pregunta por lo que habrá de ser. Al fin y al cabo, la ciencia predice eclipses y sequías, el clima y la aparición de una que otra maravilla sideral. Predecir es un antojo al que la filosofía no le da mucha importancia, pero para la mayoría de personas es una forma de entenderse, así el tarot tiene su clientela y los videos sobre rituales caseros para conocer el futuro tienen miles de visitas que se agrupan cual gallinas de galpón en las artes de adivinación contemporáneas.
La previsión es una forma de mirar prospectivamente y por eso escribir al futuro empieza por no preguntarle cómo está, porque desde aquí puede saberse que no está bien, deteriorado como la hoja rota de un cuaderno envejecido. No sabemos lo que habrá de ser, el después está prohibido, el argumento más sólido es que hace cuatro meses nadie esperaba que tendría que guardarse por tanto tiempo en casa a causa de un mal planetario. La sorpresa es parte de la vida y por eso si el futuro existe tendremos que decirle que le ignoramos todo el tiempo por causa de los vientres llenos en estado de reposo mientras vamos pasando de año en año hasta la caducidad, porque no hay mal que dure cien años.
Escribir que fuimos los que acabamos el agua, el petróleo, el oxígeno y el ozono; echamos a perder las bellas construcciones naturales, los collados y los bosques, las formas de vida que sin saber suplicar trataban de vivir en cuarentena para mantenerse a distancia del exterminio. Destruimos aquello que la naturaleza ofrecía y detuvimos nuestra mano solamente a la hora de recibir una reprimenda del relámpago, el temblor o las llamas.
Ya para qué pedir perdón si las raíces incineradas nos dieron tiempo de volvernos de nuestro mal camino, porque el verano fue tan largo para nosotros que no pudimos entender que llegaría a su fin. Para qué pedir perdón si la oscuridad nubla el horizonte y las tormentas de la vida caen ácidas anunciando el fin del tiempo. Para qué decir lo siento si a la vuelta del planeta habríamos de seguir cortando leña para sobrevivir. Entonces declararnos culpables es mejor que decir falsas promesas, porque acabada la expectativa, no somos más que insensatos a largo plazo, piezas de una quebrazón de semanarios que depredaron por interés una herencia asumida.
Cuesta mucho decidir por el bienestar de lo otro y entender la diferencia como una forma de interdependencia, para vencer el egoísmo inclemente con la aldea, con la selva y con el anciano, y forjar como metal la iniciativa de salvar para salvarnos; primero como necesidad, es cierto, pero después como un hábito de hermanos. Nuestra creación fue nefasta, acabamos con el arte para erigir monumentos a la frivolidad, todo el tiempo siendo animales desnudos con una capacidad encadenada para amar con mérito.
Escribirle al futuro es escondernos del mal que hemos hecho, de la culpa y el atrevimiento por haber desordenado la casa saqueando todo en su lugar; es sabernos culpables de haber tomado por la fuerza la dádiva de la inteligencia y es jugar a la mentira mientras de a poco nuestros castillos se vienen abajo, por la hambruna o la enfermedad, por los genocidios y la guerra, por la tristeza y la promiscuidad, por burlarnos tanto tiempo en la cara de un momento que llegaría para conocer nuestras lápidas, o el polvo de ellas rastrillado sin piedad por camiones de olvido.