Muy respetado doctor William Ospina,
Reciba un cordial saludo,
Ahora que finalizaron las elecciones presidenciales para el período 2022-2026 con el resultado conocido por todos, me tomo la libertad de escribirle esta carta abierta que ni siquiera sé si leerá un día de estos.
La garrapateo en razón de su fugaz paso por el ministerio de cultura (¿o fue el de educación?) durante el reducido tiempo transcurrido entre las dos vueltas presidenciales. Obviamente hablo en sentido figurado, pero con mucha lógica como se verá enseguida.
Comienzo reconociéndole un mérito que no dudo en festejar con cinco ‘claps’ (aplauso). Ese mérito es la gallardía asumida por usted con el silencio que distingue a los perdedores de las pasadas elecciones.
Con él se suma a la lista conformada por Carlitos Amaya, Georgie Robledo, el “profe” Fajardo (“con esa carita”, como le dijo coqueto Néstor Mórales durante un debate); Gutiérrez (a quien nadie identifica por su apellido sino por el apócope de su nombre), Enrique (a quien solo conocen por su apellido), “el pastor” (a quien nadie conoció ni con nombre y apellido propios), y por doña Ingrid, que en algún momento preguntó compungida en su debate con los jóvenes: ¿no les gusto? ¡Qué tristeza!
Son los más ilustres, pero su caso es el más patético. Tanto que da grima. Aquí van algunas razones de por qué digo lo que acabo de decir.
Entre los artistas cortesanos del país habidos durante las últimas décadas (la lista es bien larga), ha sido usted el más esforzado por ingresar al rin de la figuración política. (Descuento al que sí llegó al paraíso utilizando sus tetas).
Su primer asalto se produjo cuando envió un coqueto guiño al entonces ex-presidente Álvaro Uribe afirmando que él era imprescindible como negociador de la paz con las FARC. Uribe ni siquiera volteó a mirarlo. La historia reciente demostró que el presidente eterno sí era prescindible.
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Tal vez esa imprudencia tuvo que ver con que no fuera invitado a la recepción del Nobel de Paz otorgado al expresidente Santos; dicho “honor” “distinguió” a otro ilustre artista cortesano. A renglón seguido y debido a la lluvia de críticas recibidas, recogió sus palabras y se dedicó a hibernar… Quiero decir, a escribir algunos de sus semicultos libros. De ellos hablaré al final.
El colmo del cinismo fue que después de sus fallidos gracejos uribistas, usted pujó (al lado de un conocido novelista costeño ya fallecido) para coronarse como ‘embajador cultural de Colombia’ en el mundo. Ambos vieron cómo se esfumaba la membresía de esa ‘mermelada’ con disfraz de diplomacia cultural. Aunque conozco las razones me avergonzaría repetirlas, y prefiero omitirlas para no exponerlo al ridículo.
Así las cosas, se aplicó a sus encendidas y retóricas columnas periodísticas repartiendo airados mandobles contra políticos, gobiernos y gobernantes. El último: el saliente senescal. Perdón: ‘Duque’. Pero lo más triste era que la gente decía: "¡bien por William Ospina!", "¡qué buena columna escribió William Ospina…!"
Nadie intuía entonces que preparaba un round más para hacerse a las enormes tetas que lo llevarían al paraíso. Precisamente ese en que cayó abatido por nocaut fulminante. ¡Plaf, plaf, y a la lona!
Me refiero a su salto al estribo (no pasó de ahí), de la tal ‘rodolfoneta’. No más fue que el multimillonario Rodolfo Hernández (a diferencia de Uribe) se diera cuenta de que usted le picaba el ojo, para que lo “nombrara” ministro de cultura (¿o de educación…? “El ingeniero” dudaba).
Y usted, como en cualquiera de las malas ficciones que ha escrito, encarnó a su personaje. Hasta debatió con Alfonso Prada (jefe de campaña de Petro) asperjando incienso a diestra y siniestra para agradar al conductor de la ‘rodolfoneta’.
De contera anticipó ministeriales avances sobre políticas educativas, culturales de inclusión cuando se posesionara un siete de agosto que nunca llegará.
¿Cuál hubiera sido el destino de la cultura en Colombia en sus manos? ¿Con los amigos que tiene y los valores que poseen y los animan? La fractura de la sola posibilidad de un continuismo elitista y centralizador en materia cultural es uno de los grandes y esperanzadores cambios que se abren con el triunfo de Petro y Francia Márquez para las minorías periféricas disminuidas culturalmente durante siglos.
Después de semejante vía crucis, ¿seguirá medrando para acceder al jet set de la política? ¿Quiere destronar a Sergio Fajardo? Llegó la hora del retiro viejo William.
¡Se acabó la vaina! Lo cursi es que saldrá utilizando la puerta trasera. Por todo lo dicho resulta abrumadora la riqueza de su efímero ministril como ejemplo de ubicuidad de ser no habiendo sido. Si Gorgias de Leontinos (483 a. de C.) viviera hoy, ya hubiera resuelto uno de sus más exigentes retos filosóficos: las misteriosas dinámicas entre ser y no ser.
Voy concluyendo esta ya extensa carta abierta.
Primero, suponiendo que su “gallardo” silencio, como ocurrió después de su descache con Uribe hace algunos años, tiene como propósito dejar que el tiempo y el viento borren las huellas de su payasada, que la gente olvide… Y en unos pocos meses… ¡Voila!, usted reaparece con ‘Pa´ que se acabe la vaina, segunda parte’, como si no hubiera sucedido nada.
Le tengo malas noticias señor exministro: el pasado 19 de junio marca un hito histórico. La fecha indica que en Colombia ‘la peste de insomnio’ (léase ‘olvido’) empieza a ser historia patria y eso lo incluye. Va a ser difícil que muchos seguidores suyos (exceptuando a sus gregarios de la volcada ‘rodolfoneta’) vuelvan a creer en sus mentiras.
Es más, resulta previsible que las editoriales serias lo piensen dos veces antes de arriesgarse a publicar algún glamoroso rollo del, valga el oxímoron, intelectual semiculto que es, coronado hace rato como rey tuerto por el marketing mediático de un país donde abundan los ciegos, los tullidos mentales, y los coleccionistas de libros.
Y llego al final de esta ahora cerrada carta abierta. Antes hablé en general de sus “creaciones”; la verdad es que las conozco bastante. Hace varios años me dediqué a leer algunos de sus libros con un bizarro y singular propósito: darle o quitarle la razón a un amigo que decía que ninguno servía y que si habían llegado donde se encontraban, no era por buenos sino porque en este país los lectores musculosos son exóticos.
Terminé dando la razón a mi amigo. Podría “analizar” al menos media docena de sus “obras” pero, ¿Qué sentido tendría? Ursúa, La serpiente sin ojos, El País de la canela no son más que aguadas paráfrasis de realismo mágico.
Si quiero ‘leer García Márquez’, leo a García Márquez, no ‘a’ William Ospina, ni ‘a’ Aguilera Garramuño, o a cualquier otro pálido epígono del incomparable Gabo.
Con respecto a Las auroras de sangre, lo más notorio (pero invisible para lectores miopes), son sus ladinas y sutiles delicadeza y temor para no ofender a los lectores ni al acartonado mercado editorial español, sesgando incómodos eventos históricos; innombrables con nombre propio, por supuesto.
Podría seguir pero no quiero caer en ninguno de los extremos en que cayó usted durante la pasada disputa presidencial. Haciendo honor a la justicia reconozco como rescatable un opúsculo suyo: ¿Dónde está la franja amarilla? Donde usted estuvo cuando lo escribió. No diga que ya no lo recuerda. ¿Lo contagió la peste de olvido?
Entre los perdedores de las pasadas elecciones hay especímenes de toda laya pero el más desaliñado es usted. Los otros, a pesar de su estrechez ideológica y pobreza intelectual conservan algo de dignidad, sencillamente porque nunca fingieron una conciencia que no tenían; a su manera eran coherentes y nunca usaron máscara. Con lo ocurrido finaliza su farsa como intelectual consecuente con lo que decía pensar.
La máscara y el telón cayeron. No se trataba de ser de izquierda, de derecha, anarquista, o neonazi; nada de eso. Simplemente de esto: soy lo que digo. Como Petro y Francia Márquez son lo que dicen. ¡Uribe es lo que dice! En su caso esa unidad nunca existió.
Por eso coqueteó con Uribe, por eso Santos no lo invitó a la recepción del Nobel de Paz (sino a uno de sus alter egos), por eso quiso ser embajador cultural de Colombia ante el mundo, por eso como columnista calificaba y descalificaba dependiendo de la marea, por eso pensó que con Rodolfo Hernández había llegado su hora.
Se equivocó en todo porque el destino de los tibios es equivocarse. Que lo diga Fajardo. Guardando las proporciones, me recuerda al ‘yupi’ Vargas Llosa a quien se le atravesó un chino (Alberto Fujimori) en su pretensión de ser presidente de Perú en 1990. A usted le habría ido mejor si se le atraviesa un extraterrestre y no esa carismática aplanadora llamada Patricia Ariza.