Impasible amigo:
Desde niño te admiré porque eras la personificación de la cultura incipiente de nuestras calles dolidas y aún en la trifulca te imponías con ese denuedo con que siempre dominabas el entorno y el miedo, el boscaje y el arte.
Eras la figura más cercana a nuestros ojos marchitos que los niños y jóvenes queríamos imitar a pesar de las fisuras del tiempo.
Atrás quedaban los riscos y veredas desiertas, cafetales y tardes opacas, el cielo chamuscado, el dolor de la selva y el grito fantasmal de la muerte, las casas prefabricadas que los soldados habían instalado al lado de la Hacienda, los suspiros de Laura, la maestra insurgente de Mercadilla y esposa de Richard, el héroe Pijao nacido en Chaparral y los sueños ignotos de los siervos y desheredados de la tierra.
Te fuiste a la capital a robustecer tu ingenio y a olvidarte de la tristeza de los campesinos y sus dioses. Y lo lograste. Como muchos otros, tú eras del linaje del comercio, burócratas, farmaceutas, policías y maestros y negociantes de sueños. No eras campesino, tampoco presumías.
Te hiciste abogado, médico, sicólogo, policía, maestro, concejal, alcalde, sacerdote y coronel y exitoso profesional idealista.
Había nacido una nueva clase social quijotesca después del holocausto y la cultura desde entonces, para desgracia nuestra, se convirtió en un privilegio. Cuando volviste te asustaban los riscos, la huella sangrante de tus hermanos, campesinos y chusmeros y comunistas acusados de todo y de nada y el fantasma de la historia que nunca te atreviste a escudriñar.
Te casaste con la ideología de los verdugos que envenenaron el aire y el agua y consumaron el despojo, el dolor y la muerte.
¿Qué otra cosa, paisano ilustre, “gente bien”? Y hasta tenías razón amigo mío. El desastre de las laderas y la selva no era tuyo. Inundaron la pequeña ciudadela, como en la invasión española de biblias y cruces y rezos para justificar la matanza de nuestros hermanos, los hijos verdaderos de la tierra.
Crucificaron en escuelas y escritorios las razones de la historia para negar la razón campesina, lavar la imagen y confabularse con la miseria cerebral del tirano y los esbirros.
Después llegaron nuevos intrusos contagiados de fantasías y doctrinas celestiales para amainar el odio y el hambre y comulgar en la cicuta del libre mercado y sus fantasmas.
Pero ya no estabas. Los hijos de los hijos te habían reemplazado y otros dioses resuelto no echar balas ni envenenar las nubes y los ríos como hace setenta años para conservatizar el alma de los siervos.
Fatuos engendros anegaron de miseria la sesera de los desheredados y una nueva ideología, el neoliberalismo salvaje con su horda de partidos apátridas se impuso en nuestro territorio como una plaga apocalíptica a través de medios fantasiosos para consumir sin trabas el sudor de los labriegos.
¿Cómo explicarías amigo mío las miajas lisonjeras del tirano y las falacias de los dioses modernos que envilecen este trozo de patria que nos queda?
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