Carroña por liebre

Carroña por liebre

En Bogotá ofrecen el capaz del Magdalena, pero en realidad se llama mota, un pescado carroñero al que capturan matando delfines y, según una detallada investigación, es nocivo para la salud.

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octubre 18, 2014
Carroña por liebre

El frío quema. Es agosto, es Bogotá y el viento golpea. En los callejones de la plaza huele a verduras y a frutas. Al final del laberinto un olor revuelve la garganta, la temperatura cae más y la nariz se hiela. Son las 5:00 a.m. Algunos comerciantes se blindan con ruanas o chaquetas térmicas. Visten overoles, guantes y botas de caucho ante bagres del Amazonas, congelados, que sueltan un leve vapor. Pocos saben que, allí, hay una especie carroñera y dañina.

Pocos saben, además, que se engaña a la gente para venderle ese pescado oculto. Pocos saben de las consecuencias al consumirlo.

Entre la multitud, un desaliñado vendedor, muy ‘parlanchín’, dice: “Sí, hay bagre, nicuro, a la orden, qué busca”. René Bonilla se ufana cuando habla de pescado. Es santandereano y desde niño, junto a su papá, ha trabajado en el medio.

Frente al local que alquila, por un millón de pesos al mes, transitan destartaladas carretas cargadas de pescado y dejan, a su paso, el suelo hecho ‘mantequilla’. Tropiezan con todo: con la abultada clientela que manosea y observa fijamente la mercancía, con desenfrenados ‘bulteros’ que se abren paso a punta de ‘chiflidos’ y con vendedores ambulantes que se tercian atados de ajos y limones repitiendo: ‘a dos, tres en cinco…’ Diomedes Díaz se impone en el altavoz.

La capital apenas despierta y la plaza se mueve a mil: “Aquí, el ‘boleo’ empieza desde las dos”, dice un viejo vendedor de tinto y aguas aromáticas.

A sus 52 años, René se considera un gran estratega en el negocio. “Por ejemplo, el azulejo vale 70 mil pesos la arroba, es muy rico y muy parecido a la doncella del Magdalena, que vale 130 mil pesos”, afirma levantando sus pobladas cejas.

Sin embargo, su amplio saber popular no le da para reconocer que dentro de las cuatro canastas plásticas en las que expone doncellas, amarillos, yaques o cajaros y el par de ganchos en los que cuelgan racimos de nicuro o de capacetas, está la especie nociva que alarma a las autoridades de medio ambiente y de salud pública en Colombia y Brasil.

En un estudio de 35 comunidades pesqueras en el río Purus, del estado brasileño de Amazonas, se encontró que 144 delfines rosados se sacrifican al año para utilizarlos como carnada en la pesca del mota o piracatinga, como se le conoce en el país vecino: “Se sabe que extraen cerca de 15 toneladas por año y que 90% del cebo que utilizan es carne de delfín rosado”, explica la bióloga Sannie Brum, investigadora del Instituto Piagacu (Ipi), en un artículo publicado en el diario ABC de España, este año.

En la plaza, René se mueve como pez en el agua. Todos lo conocen. Ofrece mota con el nombre de capaceta, como los demás comerciantes. Y los clientes, dueños de pesquerías y restaurantes, lo hacen pasar por el capaz del río Magdalena, en donde hace más de 15 años escasea. “Son igualitos, la única diferencia son estas pecas”, dice el vendedor estrella con un silbido al final de cada sílaba.

Y con ese cuento lo vende.

El comercio pesquero en Colombia se inundó de mota y, a su vez, en Brasil aumentó el asesinato de delfines, pues su carne grasosa y de olor fuerte atrae la presa: “Los cortan en pedazos, los meten en una jaula y la hunden”, cuenta aterrado Fernando Trujillo, director de la Fundación Omacha, quien desde la década de los ochenta ha emprendido una complicada lucha en defensa de los delfines de agua dulce. “El delfín podrido –recalca– es devorado. Luego sacan la jaula llena de pescado”, concluye.

René se toma un tinto. Ya no tirita. Dice que la capaceta es más rentable. “Capaz aquí ya no hay y si llega es muy costoso”, afirma con una pronunciada sonrisa de dientes separados.

Un domingo puede vender dos millones de pesos y al mes le pueden quedar hasta tres de ganancia. De ahí deriva el sustento para su esposa y sus dos hijos, Javier y Julieth, que viven en Bucaramanga.

Al mediodía regresa a su casa, una habitación del barrio Patio Bonito por la que paga 300 mil pesos mensuales.

“Hoy estuvo regular. Vendí apenas 200 mil pesos”, concluye. 

Capaz que lo venden

Susana Caballero divide su tiempo entre la biología, su esposo y sus hijos: Gabriel, de 7 años y Simón, de 3. En sus palabras se percibe dulzura y no le apena tener muñecos de peluche. Desde su tesis de pregrado, en genética de ballenas jorobadas, se tomó en serio el papel de ‘sirena’. Eso le dijo un ‘piache’ (guía espiritual indígena): “Su misión es cuidar a sus hermanos los peces”, recuerda de aquel encuentro casual.

Son las 8:00 a.m.

Un rayo de luz traspasa la ventana de la oficina de Susana, bióloga de la Universidad de los Andes. También está Fernando Trujillo, director de la Fundación Omacha.

Juntos trabajan desde 1998. Ahora tienen un nuevo reto: “Demostrar que en el mercado y en los restaurantes no venden capaz del Magdalena sino mota del Amazonas y analizar si es apto para el consumo”, cuenta Susana.

La oficina es un estrecho océano. Delfines de madera, una sirena de trapo, tiburones dibujados a mano, manatíes de peluche y hasta un caballito de mar rodean el lugar. “Primero debíamos diferenciar qué era mota y qué era capaz”, dice la profesora de biología de la conservación y de biología en mamíferos acuáticos.

Empezaba 2009, dos de sus alumnos, Cristian Salinas y Juan Camilo Cubillos (ambos biólogos), se sumaron al equipo. Recolectaron muestras en Leticia y Puerto Nariño (Amazonas), en Puerto Inírida (Guainía), en Puerto López (Meta) y en Puerto Asís (Putumayo). Además, averiguaron por la existencia de capaz en restaurantes y mercados de Melgar, Girardot, Flandes y Honda, poblaciones aledañas al desnutrido río Magdalena y la respuesta fue positiva.

Quedaron boquiabiertos, pero en realidad era mota disfrazado de capaz, pues allí aquellas épocas de subienda y el sabor original del ‘viudo de capaz’ bañado con limón y guiso de tomate con arroz y patacón son ahora una fantasía.

Fernando despliega la pantalla de su portátil y observa algunas fotos de la pesca de mota en el Amazonas y comenta: “En Colombia no se matan delfines, se pesca con vísceras de ganado. Y en la selva nadie se come ese pescado”. “Reunimos todas las muestras –recuerda Susana– y utilizamos una técnica de DNA barcooding (Código de barras moleculares) para verificar que era venta de mota”.

Luego se amplificó y secuenció el ADN mitocondrial citocromo oxidasa I (COI) – el gen que define la especie– y resultó que 90% de las 86 muestras examinadas eran de mota. “Solo tres de ellas se definieron como capaz. A la gente se le estaba engañando”, concluye la bióloga.

El nudo se desataba pero un misterio todavía rondaba la cabeza de los investigadores.

Fernando, algo inquieto, insiste en mostrar un video hecho por la Fundación Omacha –que dirige actualmente–, en el que se ven decenas de mota escarbando las entrañas de un delfín muerto y dice: “Si es un pez carroñero que se come absolutamente todo, era importante un análisis de toxicología”.

Con el incremento en la minería artesanal e ilegal de oro y plata en el Amazonas, preocupaba el contenido de mercurio en el ambiente y en algunos peces.

Transcurría aquel 2009 y Juan Camilo, que actualmente trabaja con pesquerías en el Johann Heinrich von Thünen Institute for Sea Fisheries (Alemania), realizó un análisis exhaustivo de las muestras. La idea era determinar las concentraciones de mercurio contenidas en los peces de la región. Eso lo supervisó Rigoberto Gómez, de la Universidad de los Andes.

Los nuevos resultados aterrizaban la sospecha.

Susana descansa los codos sobre un libro gordo: Introduction to conservation genetics y sin despegar los ojos del computador señala una línea roja. “Según la Organización Mundial de la Salud (OMS) –dice– para que un producto sea apto para el consumo humano debe tener un máximo en mercurio de 0,5 microgramos por gramo (μg/g). Encontramos que las especies de mota examinadas tenían entre 1,33 y 2,28 μg/g”.

Quien lo consume tiene una dosis cuatro veces más alta de lo permitido.

La información revelada la dejó atónita: “El mercurio afecta el sistema nervioso central y sus efectos son aun más drásticos cuando es consumido por mujeres embarazadas”, lamenta.

Fernando vive más tiempo en la selva que en la ciudad. El pelo agarrado en una cola y la fina barba revelan un expedicionario incansable: “En Brasil ya se expidió una ley para que, desde 2015, se prohíba la comercialización de esta especie, porque no solo es el delfín, también es la salud pública”, dice mientras recoge el computador.

Su lucha ha puesto alerta a las autoridades colombianas para que reaccionen a tiempo: “Estamos haciendo un trabajo con el Invima, con 190 muestras de Amazonas, Orinoco y Bogotá, con laboratorios certificados”, explica Trujillo.

Una hora después se levanta, no sin advertir: “Colombia debe hacer algo similar, con la veda de cinco años, mientras hace un estudio y busca nuevas alternativas de pesca y de consumo, antes de que todo ese volumen de mota brasileña llegue al país”.

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Susana Caballero Gaitán, doctora en ecología y evolución con énfasis en genética de la conservación, Universidad de Oukland (Nueva Zelanda).

En esta investigación también estuvieron los profesionales:
Fernando Trujillo, biólogo marino de la Universidad Jorge Tadeo Lozano, doctor en zoología en la Universidad de Aberdeen (Escocia) y director de la Fundación Omacha.

Rigoberto Gómez, químico de la Universidad Nacional de Colombia y profesor del Departamento de Química de la Universidad de los Andes. 

Juan Camilo Cubillos Moreno,biólogo de la Universidad de los Andes y magíster en evolución, ecología y sistemática de Ludwig-Maximilan University en Munich, Alemania. 

Cristian Camilo Salinas Zapata,biólogo de la Universidad de los Andes.

Investigación

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Los investigadores publicaron el artículo Pig in a poke (gato por liebre): The ‘mota’ (Calophysus macropterus) Fishery, Molecular Evidence of Commercialization in Colombia and Toxicological Analyses, en la revista EcoHealth

Artículo publicado por la Universidad de los Andes
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