Para los barranquilleros en general, el Carnaval de Barranquilla hace parte de su propia identidad; la fiesta define a quienes nacieron y viven en La Arenosa, incluso a aquellos que por razones religiosas o de cualquier otra índole, le huyen
El Carnaval constituye nuestra mayor demostración de alegría y diversidad. En él se mezclan todas las artes, desde textos literarios como La noche feliz de Madamme Yvonne de Marvel Moreno o Esa gordita sí baila de Lya Sierra hasta películas como El último carnaval de Ernesto McCauslan, pasando, por supuesto, por la música, los disfraces, las letanías y mucho más.
Sin embargo, el Carnaval y sus manifestaciones, como todo lo que toca el mercado, se parecen cada vez más a las mercancías. Se concibe la fiesta como espectáculo, y si bien el espectáculo hace parte del carnaval, no lo es todo. Más aun, no es lo esencial. Lo esencial lo constituyen las manifestaciones populares.
Los barranquilleros observan cómo año tras año las grandes empresas capturan su fiesta. Una batalla de Flores parece hoy más que un desfile de comparsas o grupos folclóricos, una sarta de avisos publicitarios. Prácticamente desapareció el bordillo y si se quieren apreciar los diferentes desfiles hay que comprar un puesto en un palco cuyos precios pueden llegar hasta los $ 4000.000.
Una manifestación clara del carnaval auténticamente popular lo constituían las verbenas, las cuales se encontraban en cualquier barrio pobre o de clase media y a las que se podía entrar por un precio razonable para los bolsillos. Hoy han desaparecido prácticamente, entre otras cosas por la inseguridad que ha terminado favoreciendo los bailes cerrados y con altos precios a los que sólo puede asistir gente de “bien”.
Cada vez más el Carnaval de Barranquilla, en lugar de ser un espacio en el que se pueda vivir en la diversidad, se convierte en un lugar para la segregación. Los ricos en sus clubes, los pobres en sus cuadras. Todavía no entiendo por qué como reina del carnaval no puede designarse a la reina popular (elegida con anticipación, por supuesto) sino una niña bien con apellido ilustre.
Pero no basta quejarse. Todavía en los barrios, en las cuadras, los vecinos se reúnen a compartir unas cervezas, un sancocho, a tirarse “maicena” o espuma en medio de la alegría y el desorden (a pesar del nuevo Código de Policía). Es una forma de resistencia mediante la cual los barranquilleros rescatan de hecho el verdadero sentido de las fiestas. Se trata de compartir, de olvidar los pesares (o burlarse de ellos), de borrar las diferencias sea cual sea su tipo, de vivir la diversidad. Ese es el carnaval que hay que rescatar y mantener. No se trata de negar los grandes espectáculos, sino de recordar que el carnaval se define como una manifestación cultural y popular; no como una mercancía, sino como la fiesta en la que somos auténticamente libres.