Siempre que llego al mercado de Valledupar observo con curiosidad un almacén particular, uno especializado en vender cosas viejas, y me pregunto quién puede comprar cosas usadas en una ciudad donde todo está a precio módico. Hoy no aguanté las ganas y crucé la avenida, estoy precisamente aquí, en el local conocido como "el mercado de las pulgas”. El nombre del propietario es Carlos Salazar, un hombre de descendencia antioqueña que desde el año 1997 se encuentra en este lugar comprando y vendiendo cosas de segunda.
El local consta de tres pisos: los dos primeros son bodegas y el último es un apartamento donde duerme su propietario. Carlos es un hombre conversador, me muestra su local, en él se observan bacinetes de baño, asadores, calderos, camas, sillas, tanques, estufas, licuadoras y todo tipo de electrodomésticos y muebles de hogar.
Nos sentamos debajo de un frondoso árbol de mango, pero nuestra conversación es interrumpida constantemente por los transeúntes que llegan en busca de satisfacer necesidades, ya sea vendiendo o comprando. En el momento se vendió un bacinete de baño con su respectivo lavamanos, 30 tanques, 100 sacos y una licuadora.
Lo más curioso fue un hombre de aproximadamente 30 años que se bajó de un carro Hyundai i25, con una bolsa negra. Él fue recibido por Carlos, quien lo hizo pasar a la bodega del primer piso. Al rato, el hombre salió y se marchó en su carro. Carlos me llamó y yo fui adentro, para mi sorpresa el contenido de la bolsa era ropa y zapatos. Habían dos pares de zapatos Lacoste y unos Adidas, la ropa era variada entre pantalones y camisetas, todos de marcas reconocida y en perfecto estado. Cuando indagué por el precio de la compra, Carlos sonrió sin contestar mi pregunta. Luego, situó la ropa en un exhibidor afuera, a la vista de los transeúntes, y a todas las prendas les puso precio de $10.000. Al volvernos a sentar me dijo "ahí hay utilidades hasta del 70%".
Indago por la génesis del negocio, él me mira y me dice: "yo odio las cosas viejas, pero infortunadamente o afortunadamente vivo de estos cachivaches. Yo no nací en esta vaina, yo era agricultor en Manaure y mi padre era el dueño de un almacén de cosas viejas como este. Mi padre falleció y mis hermanos me ofrecieron administrar el negocio, pero yo no acepté, lo mío era el campo, la tierra mojada, el olor a pasto, pero la agricultura me quebró y al poco tiempo tuve que venirme para Valledupar a vender cacharros en una carreta; luego toallas y pantaletas en el mercado. Pero un primo que estaba en este negocio, se aburrió del mismo y me dejó el almacén a mí. Ya para entonces caminar las calles de Valledupar, el sol y la lluvia me maduraron para vender cosas usadas y desde entonces estoy aquí".
Al momento llegan unas monjas en un Nissan vendiendo canastas de pan, Carlos las negocia todas. Las monjas entran al mercado y luego se devuelven por la berma del almacén, haciendo parada en un local similar al de Carlos. Ahí dialogan con el propietario, Carlos se preocupa, teme que estén cotizando el precio de las canastas. Las monjas pasan sin saludar, se montan en el carro y se van, era evidente el enojo. Le pregunto en cuánto les compró las canastas a las hermanitas y él me dice "no importa, pero creo que ellas cotizaron en el local del lado el mismo producto y se dieron cuenta la diferencia. Lo que no saben es que en este negocio la venta y la compra del producto tiene diferencias abismales, las cosas viejas en sí no tienen precio para yo comprarlas, pero para yo venderlas sí, pues es la necesidad del que me vende a mí de deshacerse del objeto viejo. Yo ahí actuó como reciclador, pero cuando entra a mi almacén y vienen a comprármelo es la necesidad del que requiere el objeto y yo como comerciante, ahí sí hay utilidad".
Qué es lo bueno de este negocio, le pregunto. Él me dice: "depende cómo amanezca todo es bueno. La inversión es mínima y la ganancia es alta, pero lo malo de todo es que siempre estoy sucio, no tengo proveedores definidos, todos los días veo caras nuevas, no tengo precios de compra, ni de venta, todo es al ojo. Además, lidiar con mis proveedores es muy difícil, en su mayoría son habitantes de la calle, que encuentran sillas, potes y cosas desechadas por las personas y me las traen a mí para yo vendérsela a otras personas; entonces no es fácil lidiar con estos proveedores, muchos llegan bajo sustancias alucinógenas, otros ebrios y en su mayoría en un estado de desaseo bastante grande. Y en cuanto a mí, como ser humano corresponde, este negocio me ha ido envejeciendo al compás del producto que vendo".
Se toma la camiseta de la manga y me dice "mira esta camisa, es marca Tomy. Este pantalón y estos zapatos, yo los uso pero nunca les conocí juventud. Toda mi ropa es de segunda, la compro aquí a precios módicos, unas en buen estado y otros no tanto. Mire mi carro, también es de segunda, mi cama, mi nevera, mi estufa, mis sabanas. En fin, todas mis cosas son viejas como mis mercancías, yo soy el principal cliente de mi propio negocio. Yo llegué aquí siendo un muchachito y en 20 años me he envejecido más rápido que mi propia madre".
Me despedí de Carlos y regresé a la otra acera de la calle y desde allá seguí mirando el local. En la esquina de los cárnicos miraba el presente, en la avenida ancha llena de automóviles lujosos, y en el otro extremo la historia que consumía a un hombre en un tiempo detenido en los noventa en pleno 2018.