Le dije: "Mano, el sonido no fue el mejor y, para serle honesto, no creo que pase a la final". Carlos aceptó la crítica y agregó un par de palabras. Sin embargo, sentenció, con más seguridad en sus palabras que en su semblante: "Vamos pa' la final". Hoy, todos sabemos quién fue el ganador del Gran Mono Núñez y del premio Pacho Benavides.
Carlos Vásquez propuso una intervención austera y natural en el concurso, postura que, sin lugar a dudas, deslumbró al jurado, por encima de fuertes participantes como Colorín Colorado, Guillermo Marín, Palo Negro, y sus propios amigos, Juan Nicolás Márquez y Jonathan Reyes. El tiplista se arriesgó por la alfabetización musical de un público acostumbrado a valorar, en demasía, intérpretes que extendían virtuosismo en la tarima y levantaban coliseos, quienes, para oídos poco agudos, eran los merecedores del gran trofeo. En este grupo me incluyo. No obstante, la última noche en Ginebra nos traería una grata lección. Atardecer bogotano y El Negrito fueron los temas elegidos por el santandereano para delinear, con todos los rigores musicales, la gala que lo hizo levantar, entre lágrimas, el premio más codiciado en el gremio de la música andina colombiana, el Gran Mono Núñez.
Ni la cuerda reventada minutos antes de la presentación final, ni los espinosos comentarios de algunos, ni las opulentas presentaciones de los otros participantes, lograron intimidar al mejor tiplista que, en mi opinión, tiene este país. Mi amigo, tranquilo y sereno, siempre estuvo seguro de lo que era y de la razón por la cual iba a Ginebra. Irse en blanco de un concurso nunca ha sido una opción para él, ni siquiera hace ocho años cuando fuimos por primera vez al Mono Núñez. Allí erigió su primer Pacho Benavides, el premio al mejor tiplista del festival. Juan Nicolás Márquez y yo, con el trío 200 de Cilantro, lo acompañamos en esa gran proeza musical. Este año levantó por tercera vez el galardón, placer exclusivo de solo un tiplista en Colombia, el también santandereano Ricardo Varela, quien este año en Ginebra acompañó a levantar el trofeo a Carlos, su viejo alumno y amigo.
Llegado este punto, es preciso hacer remembranza de la génesis de todo. Carlos, al igual que Juan Nicolás y yo, iniciamos con esta pasión a los 13 años, ilustrados por la sapiencia —y también paciencia— de Diego Otero, director, amigo y figura imprescindible en esta historia. Escribiendo y haciendo memoria, también llegan a mí los primeros temas que "montamos" —como se dice en el argot musical— en 200 de Cilantro: Humorismo, Flor de Romero, Café Centenario, Amanecer, entre otros. Algunas melodías han resistido al paso del tiempo, y aún emanan de nuestras manos en las acostumbradas tertulias sangileñas.
Así las cosas, una nueva leyenda del tiple se consolida en Colombia, una leyenda proveniente de la generación que ha decidido eludir la pasión por la música andina, pero, que, para fortuna de los amantes del género, aún cuenta con fieles adeptos como Carlos, que tapizan constantemente, a través de bambucos y pasillos, los distintos escenarios del territorio colombiano. Un loable y arduo esfuerzo por sanar el peor mal del cual adolece no solo música andina, sino toda nuestra historia patria: el olvido.