Una de las escenas más emblemáticas del Ulises de Joyce ocurre en el cuarto capítulo. Nos presentan a Leopoldo Bloom, publicista dublinés infelizmente casado con Molly Bloom, una cantante que, de Penelope, no tiene nada. Después de desayunar riñones y antes de irse al periódico donde trabaja, decide ir al baño. Es la primera vez en la historia de la literatura que vemos a un hombre defecando. Uno de los papeles con los que se limpia es el cuento que ganó un concurso en donde Joyce quedó segundo. El origen de la vocación de Carlos Mario Gallego se parece un poco a esta escena.
Como un autor del calibre de James Joyce, Gallego, comunicador social de la Universidad de Antioquia, cuenta la epifanía que tuvo en el inodoro de su casa en Yolombó. Tenía 15 años, rompió un pedazo de periódico y, entonces se dio cuenta, que era la viñeta de Eneas y Benitín y se le vino a la cabeza, en el más extraño de los momentos, que quería ser caricaturista. Lo que nunca sospechó es que la vida, en sus caprichos, lo convertiría a él mismo en la caricatura de una vieja cascarrabias y lenguona que ve con cinismo eso de vivir en un infierno como es Colombia.
La aventura de ser Tola comenzó a mediados de los noventa, cuando Álvaro Uribe Vélez era gobernador de Antioquia y tenía más del 80% de aprobación en el departamento a pesar -¿o por?- medidas tan controversiales como la creación de cooperativas armadas para defenderse del poder creciente de las FARC, cooperativas que se conocerían con el nombre de CONVIVIR. Con su amigo, Sergio Valencia, que sería la primera Maruja, se reunían en un bar llamado Los Tronquitos, a hacer sus primeros shows. La primera presidencia de Uribe, en el 2002, le daría aún más material al grupo. Inquietos ambos amigos produjeron una revista satírica llamada Frivolidad que apenas duró cinco números y que algunos dicen terminó por amenazas. Como lo dijo en el 2011 a Kien&Ke, la amenaza fue que, si seguían con el proyecto, podrían terminar como la Revista Cambio. Sin embargo sería en Sábados Felices donde estos, los que parecen ser los últimos exponentes del humor político colombiano.
Valencia se retiró en el 2008 movido por un proyecto editorial, el de ser socio de Palinuro, una de las librerías con mayor tradición en Medellín y después de un casting duro su reemplazo fue Luis Alberto Rojas. Rojas duró hasta el 2011 cuando fue reemplazado por John Jairo Cardona quien hasta hoy encarna a Maruja.
Pero Carlos Mario es, sobre todo, un tipo tímido y cuando vence sus demonios se transforma en un caricaturista implacable. Su apodo, el de Mico, se lo pusieron sus seis hermanos por lo insoportable que era, un ventarrón que no se calmaba nunca y que, en los descansos del colegio Aurelio Mejía de Yolombó, se convertía en huracán. Además, contestón como siempre ha sido, nunca pudo resistir burlarse de sus compañeros, y a veces hasta de sus profesores, dibujándoles sendas caricaturas. Pero, a pesar de ser un consumado mamador de gallo, Carlos Mario es un tipo disciplinado, a veces meticuloso, virtudes que aprendió de su papá Carlos Enrique, uno de los pocos relojeros que tenía Yolombó en los años setenta. Incluso ahora, casi que como un hobby, Carlos Mario pone en orden su cabeza arreglando, si su agenda lo permite, viejos relojes de bolsillo. La poesía tiene formas inescrutables.
La primera vez que lo aporreó la vida fue a los ocho años, cuando sus papás se divorciaron. Entonces se fue a vivir a la casa de una tía en Medellín y, a veces, se le olvidaban incluso darle el almuerzo, entonces, a punta de gracia, convenció a una vecina que le diera los sobrados y así escapar del hambre. Con hambre entró a la Universidad de Antioquia hasta que empezó a ganarse la fama de ser un implacable y virtuoso caricaturista.
Entonces tuvo que trabajar para vivir. Uno de los empleos estables que tuvo en su adolescencia fue en Medellín Cívico, el periódico que se hizo con plata de Hernando Gaviria, primo y maestro de finanzas de Pablo Escobar. Lejos de avergonzarse de trabajar en un periódico financiado por el Cartel de Medellín, fue fiel al espíritu maldito de Thomas De Quincy, uno de sus autores favoritos y hacía bromas en toda parte sobre la necesidad de ponerse a traquetear en un país sin oportunidades. Era y hasta ahora todavía lo es, un provocador de miedo que evidencia en su columna en El Espectador titulada No nos consta.
De columnista empezó casi que en pañales, en 1979, cuando Dario Arismendi lo descubrió –como descubrió a Luis Alberto Álvarez- cuando mandó una columna y se encontró con una prosa sardónica, poderosa e implacable. Fue tan bueno que de ahí saltó a El Colombiano. Y luego vino Uribe, Sábados Felices, El Radar y la columna de El Espectador en donde Carlos Mario ya no es Maruja sino Mico, el mismo satírico incorregible que viene poniendo la realidad patas arriba, como quedó su colegio en Yolombó después de su paso hace cuarenta años.
Un tiempo que no ha desperdiciado con su lupa satirica sobre los protagonistas, sobre todo del poder en Colombia. Por esto decidió estrenarse en un debate político como lo hará este domingo a las 6pm en plataforma de Las2orillas de frente con los seis cabeza de lista al Senado.