Un ficho negro de madera, con el número 27, el cual apenas cabe en la mano, fue el pase de entrada a la edificación que años atrás era uno de los conventos del municipio de Sonsón. Antes, porque hoy es el infierno en Tierra.
En su momento, fue un sitio de oración y reflexión, construido en tapia pisada de un metro de espesor, seguro para que ni el más mínimo pensamiento pecaminoso y terrenal perturbara a quienes allí vivían en conexión directa con Dios. Hoy, esos mismos gruesos muros también retienen, pero a los 230 sindicados y condenados del Centro Penitenciario y Carcelario en Esta, la llamada “La Jerusalén del maíz”.
Se puede decir que aún es bella su fachada de ladrillo a la vista, donde predomina el color cobre, pero detrás de esos muros se esconden muchas historias, más de las que guardan y se acceden subiendo los tres escalones de su puerta principal. Historias que solo unos pocos conocen, ya que la mayoría prefieren guardar silencio, aunque adentro todo con el tiempo se devela… porque allí no hay secretos.
Visita familiar
El domingo es la visita de las mujeres a los reclusos. A las 11:30 de la mañana del 17 de marzo, después de esperar media hora en la entrada principal y pasar los más rigurosos procesos de requisa, decenas de mujeres (madres, esposas, hijas, novias, desconocidas) son requisadas de forma minuciosa, como si un guardián pudiera escudriñar hasta el color del alma. A las visitantes las marcan como ganado con un sello mal hecho en el brazo derecho; luego, sigue la fase final: una negra y fría nariz de un labrador dorado no tiene el más mínimo reparo en meter su hocico y oler entre las piernas, para cerciorarse que no porten droga. Tras esa invasión a la privacidad, el guardia de turno, que tiene cara de pocos amigos, da la orden, por fin, de entrar.
Da la bienvenida un pasillo frío y desolador, cubierto por una malla oxidada y alambre de púa que recuerdan que en este lugar es fácil entrar, pero difícil salir. Al fondo, se escuchan las voces de los internos, borboteo incesante y amorfo de voces que anuncia la proximidad del patio. Basta con ver la cara de la imagen de la Virgen que se encuentra al lado de una pileta de piedra, carcomida también por los años, para comprender que la vida aquí —ni para la madre de dios— es color de rosa.
Mientras se sube las escaleras que conducen al patio central, que en realidad es el único, a mano derecha se encuentra la primera celda o “pabellón especial”, según lo dice el letrero amarillo.
Cada vez que la reja azul se abre atrae todas las miradas que esperan a la expectativa de las visitantes, con la esperanza de que alguna sea un ser querido que no ven desde hace tiempo y llegue para mitigar las largas horas de desazón y desespero. Los allegados son el único vínculo de cariño y amor que los reclusos tienen y evidencian cuando superan esas incomodidades para hacerles, por unas pocas horas, compañía.
A esa hora los internos han almorzado, aunque muchos dicen entre risas que es un desayuno-almuerzo. El régimen penitenciario colombiano estipula que el desayuno en las cárceles es antes de las 7:00 a.m., el almuerzo a las 10:00 a.m. y la cena a las 3:00 p.m., el encierro en celdas es a las 4:00 p.m. Así a diario. Sin contemplaciones y cumpliendo con la regla 12 horas en celda y 12 horas en el patio.
Adentro
El pequeño patio es una jaula para humanos, pues ni el techo se salva de encerrar las miradas que tratan de escapar al cielo. Allí se encuentran las celdas o colectivos, que son espacios como barracas grandes para los reos.
“El patio debería tener algo para que no se mojen cuando llueve, porque todos se tienen que arrinconar en los corredores”, dice una mujer que tiene a su hermano condenado por tráfico de estupefacientes.
En los dos corredores, los internos improvisan con sus cobijas el parche, espacio para recibir las visitas donde la recursividad abunda y hasta las canecas hacen las veces de butacas. Hoy la gente es mucha, se estrechan unos con otros y el murmullo forma ambiente de colmena. Además, el espacio para “patinar”, como se le llama a caminar en forma circular por el patio, es muy reducido.
Junto a la puerta metálica del colectivo seis, hay un hombre con arrugas muy marcadas, camisa azul a rayas, chaqueta negra, jean desteñido, tenis grises; el color de sus ojos no es posible determinar porque lleva gafas oscuras y tiene su mirada clavada en dirección a los baños. Quien mire hacia allá, no alcanzará a ver nada. Cuando la persona que lo acompaña hace un movimiento para ponerse de pie, deja ver que es invidente. ¿Qué hace una persona ciega en la cárcel?
“¡Ah! él es también del grupo de “músicos”. La hija lo metió aquí”, dice un recluso.
¿Músicos?
“Sí. Así nos dicen aquí adentro a los que tocamos niñas”, acota Carlos, quien, en sus pensamientos, lo último que se le cruzó por la cabeza era estar privado de la libertad y menos por una venganza.
“Es que me hubiera dicho que le diera la casa, yo con tal de estar tranquilo y en libertad, se la doy seco de la risa”, confiesa con una voz apagada. Incrédula. Resignada.
“Mi hermana se puso de acuerdo con la tía de la niña para meterme en este infierno”, murmulla. El vapor sale de sus palabras, mientras una lágrima —otra vez— recorre sus mejillas. Sin que nadie se lo pida, repite una y otra vez: “yo solo le estaba explicando los ejercicios a la niña, el cuaderno ella lo tenía en sus piernas y jamás la toqué".
De actor a músico
Se llama Carlos Mario Cardona. Sonsoneño, hijo de sastre, huérfano de madre a los 17 años, piel trigueña, ojos achinados, cabello liso y de contextura delgada. Entre muchas actividades que ha hecho, hasta ha sido actor natural. Trabajó en varias producciones cinematográficas con el director antioqueño Víctor Gaviria, las cuales aún no han sido estrenadas. Por ejemplo, hizo el papel protagónico de Jacinto Cruz Usma, alias “Sangrenegra”. Trabajaba en una de las últimas producciones del cineasta paisa, La muchacha del ascensor (basada en la historia real de un asesinato en Medellín, ocurrido en el año de 1967, conocido como el crimen de Posadita), donde encarnaba al ascensorista. También dentro de su curriculum vitae, se encuentra el haber sido parte del largometraje Sumas y Restas. Además, extra en la exitosa serie de la televisión Escobar, el patrón del mal, donde representó uno de los sicarios de Los Pepes (Perseguidos por Pablo Escobar). Carlos colaboró dentro y detrás de cámaras en esos dos proyectos, asesorando y entrenando a actores que, como él, también eran naturales. Una historia donde hace parte de la lista de los “músicos” del Centro Penitenciario y Carcelario del municipio de Sonsón. Ahora, protagoniza una historia de terror que desea que tenga final feliz.
Carlos Mario no escapa al sino trágico que rodea a los actores de las producciones Rodrigo D no futuro y de La vendedora de rosas, por señalar dos ejemplos famosos, pues algunos de los coprotagonistas murieron en situaciones violentas (Giovanni Quiroz alias “El Zarco”) o corrieron igual suerte y purgaron una pena en alguna de las tantas cárceles de Colombia, como ocurrió con Lady Tabares. En el peor de los casos, muchos terminaron condenados al olvido. Ese es el peor pensamiento que no deja dormir al “actor”, como le dicen, quien, en sus ratos de sueño, anhela con que se abra el telón y acabe esta serie de dolor que protagoniza.
“No saben el mal tan grande que me hicieron metiéndome en este infierno. Qué pena que me vean llorar, pero veo que mi carrera artística se fue al suelo”.
Con lágrimas incontenibles, siente frustrado su sueño de volver a la pantalla chica. Ya lo había hecho con la producción colombiana De pies a cabeza, donde se encargaba de impartir justicia en la cancha, como árbitro de fútbol. Hoy se encuentra a la espera de que se imparta justicia en su caso, ya que, asegura, es víctima inocente de una venganza maquinada por su hermana y una amiga de ella.
Así como su director, el amado y el odiado Víctor Gaviria, Carlos, también es un hombre de contrastes: amado por quienes lo conocen de cerca y odiado por los familiares de su presunta víctima.
Julio César Rubio, amigo del “actor”, cree ciegamente en su inocencia y dice que todo lo que está pasando con Carlos es uno más de los tantos casos de inocentes que les toca caminar al paso rengo de la Justicia.
“Ojalá con el paso del tiempo, logre aclararse la situación jurídica de Carlos, que hasta el momento lo mantiene privado de la libertad” acota Julio Cesar.
Suena una voz. ¡La visita se acabó! Todas se levantan, se abrazan con sus allegados y —algunos— entre lágrimas deben ser obligados a separarse. De nuevo la fila, la requisa, la cara de pocos amigos de los guardias, la entrega del ficho sudado de madera, la desgracia de no poder hacer nada aplastando, como una invisible carga, hasta causar dolor. Así, hasta la próxima visita.
A Carlos la estadía en prisión le ha enseñado a que debe desconfiar hasta de la propia sombra, porque es la primera que te abandona en la oscuridad. Al mismo tiempo, no pierde la esperanza de que su caso se resuelva a su favor y poder así, engrosar la lista de actores que con esfuerzo alcanzaron la pantalla chica y la grande también. Igualmente, Carlos espera que un juez confirme su inocencia y le dé la tan anhelada libertad. Espera que este trance o momento amargo pase a formar parte de unos de los tantos capítulos o papeles que enriquecen y templan a las personas y seguir con lo que es importante en su vida: la actuación.